sábado, 27 de mayo de 2017

El perfume de la vida

El sol me abrigaba. Era como una manta que me envolvía y dejaba a duras penas traspasar trazos de frío. Me gustaba estar al aire libre, sentía la vida moverse de aquí para allá. Sentí cómo se sentaron a mi lado, tomaron mi cabeza con delicadeza y atrayéndome; besaron mi frente.
No me resistí. Conocía esas manos; su ternura.
-¿Qué aroma tiene tu día? -inquirió.
-Huele... a humedad -respondí con franqueza. De súbito recordé la anécdota de cuando me habló sobre las etiquetas. Los demás me etiquetaban de "tímida", cuando lo escuché había revisado en mi cuello y espalda en busca del cartel. Ella se desternilló de risa, dijo que parecía un perro tratando de alcanzar su cola. Ese día ganó muchos seguidores con su trabajo; aunque confesó que fue a costillas mías. El estar conmigo le daba muchas ideas. Era su mina secreta de ingenio, según me decía.
Suspiró.
-No agregues más humedad al ambiente -le reproché haciendo pucheros. Tomó mi mano e hizo que me levantara del banco, luego me hizo dar un giro.
-¿Y ahora? -preguntó divertida.
-Huele a fresas -respondí en el acto.
Mi tía Ruth y yo teníamos un código de aromas, cada uno significaba una emoción o sentimiento. Evidentemente, no era época de fresas y ningún puesto del parque las vendía. Según el reporte del clima, haría un tiempo caluroso y despejado. Entrábamos en el tercer mes de sequías, conseguí escuchar antes que mamá apagase el televisor. Detestaba que pusiese canales o programaciones como aquellas. Solía decir que me dificulta hacer amigos, porque no hablaba acorde a mi edad. Además, el televisor estaba vetado para mí, por supuesto.
-¿Tuviste muchos likes hoy?
-1473 y contando... ¿qué programa pusiste hoy?
-No recuerdo el nombre. Hablaban de un niño cantante... y el habló de ignorar a los "espicha sueños". También de un festival de películas extranjero y de una organización internacional que la trajo al país un niño de doce años.
Caminábamos a un solo ritmo. A tía Ruth no le preocupaban mis gustos para programas, los conocía de memoria. Solíamos comentarlos cada vez que nos reuníamos. Para las ocasiones en que me aburría en casa, contaba con una colección completa de discos compactos. Mamá insistía en mantenerme alejada de las computadoras, papá y ella eran un muro al respecto: temían que me hiciese adicta al Internet y esto "empeorase" mis problemas de comunicación. Tía Ruth solo encogió los hombros sobre el tema y me regaló, en cambio, un CD tras otro. Le gustaba mostrarme ritmos y letras diferentes, aunque luego aturdiese a todos preguntando por una u otra palabra.
Olía a humedad. Mamá estaba entretenida otra vez con el teléfono. Tía Ruth era su hermana menor, sabía que yo relacionaba la humedad con el abandono y el deterioro. Nunca había ido a un psicólogo. Aunque mis maestros y demás adultos insistían que necesitaba más contacto con niños de mi edad, coincidían en que estaba teniendo una niñez feliz y peculiar.
Jugué con la yema de sus dedos.
Me sentía segura. Sentía que mi vida estaba "habitada", era la extraña sensación que me producía los encuentros con tía Ruth. Seguía oliendo a tinta, acuarelas, tenía aliento a café y marcas en sus dedos de tanto apretar los pinceles.
-Debe ser... aroma a vida... -susurré.
-¿Dijiste algo, Amelia? -preguntó con aire distraído. Solía estar presente a medias, como si su mente viajase muy lejos y dejase su cuerpo allí plantado, eso decía mamá. Luego se corregía, tía Ruth dejaba o aplazaba sus compromisos para compartir conmigo: siempre.
Negué con un gesto.
Iniciamos nuestro juego predilecto con la ferocidad de una tempestad imprevista. A ninguna le gustaba perder, aunque yo tenía un marcador de 327 victorias a escasas 186 suyas.
-Tinte -solté.
Ella observó por las inmediaciones del parque hasta encontrar a la muchacha rubia de cejas negras.
-Siguiente -pidió con tono triunfante.
-Salchichas -continué.
Solía hacerle esas "malas pasadas" mientras jugábamos. Ella pasaba un buen rato buscando un carro de perros calientes o alguien comiendo una salchicha. Yo sonreía con picardía mientras nos alejábamos del muchacho que paseaba a un par de diminutos y alargados perros. Por ratos nos deteníamos, entonces ella aspiraba profundo para detectar el olor que le pasaba inadvertido. Alguien se aproximó con un fuerte taconeo por las caminerías hasta nosotras, reconocí los pasos sin necesidad de volverme.
Soltó su cabellera ondulante y mis pulmones se llenaron de esa fragancia familiar. Yo había escogido ese champú para ella igual que la crema corporal que compartíamos. Solo con el perfume la ayudaba, pero la última palabra era suya.
-¿Terminaste por hoy, Ruth? ¿Tus fans no te asediarán ahora?
-Conocen solo mis trazos, no mi cara, Scarlet.
-Adivino, te viniste incomunicada de nuevo, ¿no, hermanita?
Reconocí el tono. Era la rivalidad entre hermanas, otra vez. Papá me hablaba sobre el tema cada vez que acababa envuelta. Me decía que los papeles de ambas: mamá y tía Ruth, se habían mezclado como antiguas cartas por una confusión en el correo. Lo que mi mamá ansió por una vida, lo obtuvo tía Ruth. Una carrera profesional, holgura económica, viajes, congresos, eventos, en escasas palabras, ser una referencia en su área y que su éxito suba como espuma.
Por otra parte, decía papá, tía Ruth quería una familia. Un trabajo estable, pero sin mayores ambiciones. Una familia era el tema que le ponía los ojos como "un dos de oro", solo eso le daría valor a su trabajo. Ahora, mamá tenía un jefe tiránico, luchaba por un ascenso -algo de divertido tendría para que "pelease" por uno. Solía imaginarla como un sumo o una guerrera como Xena para obtener ese ascenso.
Papá reía al escucharme, luego me amonestaba por las referencias.
Nadie tenía lo que quería; ahí estaba yo. Entre el invierno que asociaba a la Navidad y la primavera con su explosión de fragancias. Entre mamá, mejor conocida como Scarlet, y tía Ruth mejor conocida como @ThScent en las redes sociales.
Mamá conducía el carro en silencio, las noticias se prohibían mientras yo estuviese abordo. En cambio, era la DJ oficial de cada trayecto, cosa que me hacía sumamente feliz. Cerré los ojos en el asiento trasero mientras escuchaba la melodía. Era una tonta, no había diferencia. Abiertos o no, solo había oscuridad para mí. Me sentaba en medio, solo me acercaba a las ventanas para sentir la brisa a ratos o para aspirar la fragancia de la ciudad.
Era una oscuridad amueblada la mía. Quizás mi vista se perdió como los cartas de tía Ruth y mamá, quizás la tenía otro. Quizás, somos como un envase con cierta medida. Mis medidas las habían llenado con el resto de los sentidos y, cuando fueron a verter la visión, se derramó como la leche de un tazón de cereal.
A mi manera particular, estaba agradecida. Tanto mis papás como tía Ruth jamás hablaban de mis ojos como un defecto, ni siquiera a solas. Lo sabía porque desarrollé gran sigilo en el caminar, daba sustos mortales a mamá o papá cada tanto por acercarme a hurtadillas. Los escuchaba conversar mientras me hacían dormida. Allí, en mi oscuridad prolongada, en mi noche soleada, tanteaba su amor.
Mamá, con su naturaleza orgullosa, se deshizo de su capa de súper mujer y pidió la ayuda de su hermana. Dijo que el trato con los niños no era su fuerte, pero si algo compartían -además de la misma sangre- era su amor por mí. Así que me convertí en una clase de "tregua humana". El gesto de su hermana Scarlet estremeció a tía Ruth que dio un vuelco a su vida profesional para apoyarla. Realmente, mamá era buena como tal. Necesitaba a su hermana para no desmoronarse ante el reflejo de mis ojos, lo deduje pasado un tiempo. Me amaba, pero quería algo para mí que ninguno ascenso podía conseguir.
En mis rondas sigilosas, escuché llorar a tía Ruth. Llegó una noche sin previo aviso y alterada. Estaba diferente, papá lo notó apenas abrir la puerta. Le había heredado lo perceptiva.
-Se quedará a dormir... pero en una habitación aparte -me contó papá. Quedé helada y confundida. Cuando pasaba la noche o el fin de semana en casa dormíamos juntas.
Tía Ruth me veía y lloraba. Se le hacían agua los ojos y el rostro adquiría una forma extraña, casi forzada. Había memorizado cada detalle de su cara. Me percaté cuando le acaricié en un gesto afectuoso. Para mí, tía Ruth tenía aroma a vida. Reconocía el olor a frutas tropicales de su champú, el perfume de nombre impronunciable que se ponía por gotas detrás de las orejas y en las muñecas. Conocía la fragancia a rosas de su antibacterial. Su aliento a café, el suavizante de las mantas con que me cubría o las prendas que me dejaba modelar aunque las arrastrase por el piso. Me llevaba 22 años, cada vez que hablábamos, sentía que tenía una charla con mi futuro. Con la persona que sería cuando creciera. Quería ver. Ansiaba devolverle una mirada, detallar sus dibujos y pinturas que tanto la apasionaban. Pensaba todo esto, los pensamientos me golpeaban como la lluvia golpea a la tierra... mientras ella lloraba. Lloré con ella, me sentí sola tras estos ojos sin luz. Mi halo de luz se esfumó.
Dos semanas después, un accidente escandalizó a la ciudad. Una mujer joven quedó aprisionada en un coche. El carro quedó deshecho, su conductora murió cuando la ambulancia llegaba con ella a las puertas del hospital. Por aquel entonces, preguntaba sin cesar por mi tía. Era la única amiga que tenía y me extrañaba que no fuese a visitarme a la clínica donde estaba por una fuerte indigestión. Me torturaba la dieta líquida con que me mantenían, tampoco se podía jugar en una habitación encerrada.
Algo iba mal. Me hice la dormida entrada la tarde, quería que mis papás hablasen como si no estuviese.
-Dicen que se quedó dormida al volante. Sabíamos que no estaba comiendo bien, ya casi no dormía y se alejó del trabajo como de nosotros -escuché a duras penas decir a papá.
-Éramos el único consuelo que le quedaba... -mamá lloraba. Tenía las lágrimas atoradas en la garganta, por eso, hacía largas pausas-. Roberto la abandonó hace mucho, pensé que estar con Amelia la ayudaría... le devolvería un poco de vitalidad...
Mamá lloraba como si fuese una nube o un arroyo, como si a media que le salían las lágrimas se desvaneciese.
-También pensé que se recuperaría, querida. Pero enterarse de que era estéril, después de acabar con una relación de diez años, fue igual que un infarto para ella.
Dormí soñando con mi halo de luz. Recordé nuestras conversaciones. Hace tiempo, no sabía exactamente cuánto, me dijo que las estrellas nos engañaban.
-Muchas estrellas ya no existen, vemos una luz que ya no tiene origen.
Luego me dijo que el origen es como la semilla de las personas así me lo explicaba todo. Soñé con una lluvia infinita de estrellas. Algunos adultos decían que era una niña despierta, pero yo me consideraba una niña dormida. Creía que la vida era como los sueños, que esa parte era auténtica. Desperté mientras alguien me abrazaba... y me mojaban. Era una lágrima, lo supe cuando una cayó en mis labios.
-Tu tía... Amelia, tu tía hizo un viaje muy largo... pero quiso darte un recuerdo antes de irse... -mamá hablaba con esfuerzo, se quedaba sin aire al terminar cada frase.
-¿Cuándo volverá? -pregunté con miedo-. ¿Es un nuevo CD, mamá? Dámelo, quiero que sepa que lo escuché. Quiero memorizarme las canciones para que cantemos juntas cuando regrese...-estaba suplicando. Me llevó un minuto notar la desesperación en mi voz.
-No, mi niña. Tu tía te regaló algo que no tiene precio -se rompió la voz de papá. Supe que lloraba.
Ambos sostuvieron con fuerza mis manos.
-Ella llevaba una nota en la cartera. Dijo que no los necesitaría más... que disculpes lo usados que están...
Los tres llorábamos. Sentía los corazones acelerados de ambos, pero no entendía qué querían decirme.
-Tu tía, mi Amelia, se inscribió como donante de córnea seis meses después de que naciste. Ella... te heredó sus ojos.
Las estrellas nos engañan. Han muerto, ya no están. Se han disuelto en lo infinito del universo. Nos dieron cuanto tenían, un atisbo de lo que nos espera allá fuera, un atisbo de belleza. Hoy huele a grama recién cortada, su olor impregna mi piel mientras el sol se levanta en el horizonte.
En las tardes de mi niñez escuché incontables canciones de despedidas. Esa época, ahora lejana, me enseñó que las cartas se pierden en el correo, que nuestras perspectivas mutan y se transforman, que lo "nuestro" es lo que damos y no cuánto recibimos. Me enseñó que las vidas son velas, que se encienden entre sí, que pasan su luz de unas a otras. Justamente, eso fue lo que recibí una mañana dentro de un quirófano.

martes, 2 de mayo de 2017

El grosor de la telaraña

Era de los personajes más pintorescos del pueblo.
Al menos, eso me decían. Mi pueblo era pequeño, insignificante, para quien lo desconocía. Entre las reglas tácitas de esta clase de comunidad; destacaba el conocer a los otros y tener contacto continuo con ellos. Ni siquiera la tecnología logró abolir el contacto humano en nuestras calles.
Me quité los zapatos sin usar las manos. Saqué una botella de limonada de la neverita. Hurgué en mi bolsa deportiva y saqué una bolsa extra grande de papas fritas. Me acosté cuan larga era. Estiré mis músculos. Di un sorbo largo a la limonada y abrí el paquete de chuchería, el espectáculo estaba por iniciar.

Llegaban como susurros el collage de sonidos propios del quehacer cotidiano. La altura lo amortiguaba todo. No me alcanzaban los taconeos en el pavimento, el resonar de unas pocas cornetas. En aquel instante, las risas infantiles eran finas como hilos de seda, las charlas llegaban como un remix de unas y otras.
Así se escucha la vida, pensé.
Mi paz, mi espacio, era como una telaraña. Estaba oculta entre la multitud, parecía diminuta e imperceptible. El sol acarició con infinito amor la silueta de cada nube en el panorama. Iba colmándolo todo con sus rayos, cálidos e inevitables. Incluso yo me sentía en un degradé de colores. Todas mis emociones salían a flote, como globos de helio que sueñan con besar al sol. Sentía que la belleza desbordaba de mis ojos.
Aquella era mi cita con él. Con la persona que me hizo emerger.
Escuché un tropel en las escaleras. Una ventisca estremeció la tienda, tiró por tierra la campanilla de viento. Alguien saltó alterado. Habían descubierto mi telaraña, demasiado pronto, demasiado efímero. Los globos explotaron durante su ascenso.
- ¡¡¡Loto, tienes que irte!!! - advirtieron Luis, Axel y Dérika al unísono con la respiración entrecortada, temblando y con sus caritas rojas por el esfuerzo.
Cantó un cristofué.
Salí de la tienda de acampar mientras el ocaso bañaba la azotea. Una azotea extrañamente limpia, tratándose de un edificio abandonado.
-¿Qué sucede, muchachos? -pregunté relajada. Intentaba restarle importancia, fuese lo que fuese parecía de cuidado.
- Están exigiendo al alcalde que te eche del pueblo.
Quedé inmóvil. Agradecí que tuviese la mirada fija en los zapatos, así ellos no percibirían mi preocupación. Apreté las trenzas y las anudé alrededor de los tobillos.
- ¿Por qué querrían sacar del pueblo a una mesonera como yo?
Traté de mostrarles que su preocupación era infundada. Peiné mis cabellos con la yema de los dedos. Recogí mi melena azabache en una cola alta, entretanto, los niños vacilaban, Se miraban entre sí, sin saber qué decir. Dérika tomó la palabra tras un momento.
- Los extranjeros dicen que manipulas a todos -dudó-. Dijeron que eres una bomba de tiempo... -la miré con ternura. Los niños repetían lo que escucharon en el pueblo, pero no sabían qué significaba. Para ellos, era como una onomatopeya sin sentido, como vocablos en otro idioma.
Anocheció.
La oscuridad engullía al pueblo. Me incorporé con calma. Me acerqué a ellos que me miraban con lágrimas contenidas. Los despeiné uno a uno, les di un abrazo grupal. Escuché cuervos cerca de la azotea, un chaure cantó sobre nuestras cabezas.
- Bajemos -los animé mientras los rodeaba con los brazos.
La puerta se cerró a nuestras espaldas- "Todo cae bajo su propio peso"; pensé. Soy, escuetamente, una mesonera en Flor de Lis un café del pueblo, Ciroé. Conocía cada rostro en la comunidad, cada nombre, cumpleaños, desayuno favorito y mucho más. Aprendí cuántas cuadras separaban al café de cualquier punto en Ciroé.
Abrimos juntos la puerta que daba al exterior. Rechinó casi en un arrullo, en un lamento. Los niños se aferraron a mis manos y, Dérika, a mi cintura.
- ¿Querían decirme algo, señor Gómez, señor Rodríguez? -inquirí con naturalidad. De ser otras las circunstancias, parecería que les preguntaba qué querían comer del menú.
Encolerizaron.
- Tú, muchacha, asfixias a los ciudadanos de Ciroé -se jactó Gómez. Habló como si tuviera una bruja frente a sí.
Lo observé en silencio.
Tenía las piernas separadas de manera que formaban un triángulo perfecto. Sacaba su pecho de manera exagerada, su posición era tan forzada y antinatural en un intento por intimidar. Habló innecesariamente alto, con aire despectivo y autoritario.
- ¡Tienes engatusados a todos, como a esos indefensos niños! -acusó el señor Rodríguez dando zancadas hacia mí-. ¡Esta chiquilla los ha manipulado con maestría, los ha sometido como a monigotes! -exclamó volviéndose hacia la gente que se había congregado en torno al edificio.
El señor hizo el ademán de coger por el brazo a Axel. Di un paso hacia él, clavé mi mirada en la suya.
- Si alguno de estos niños se separa de mí; es solamente porque irán a los brazos de sus padres.
Mi tono fue desafiante y autoritario, los nervios de ambos hombres se crisparon. Se encendió poco a poco el alumbrado público, mientras mis vecinos murmuraban entre sí. Ninguno se involucró.
- ¡Ni siquiera saben qué hacen! -se mofó Gómez-. Apenas son chiquillos...
Sentí cómo los tres se aferraron más a mí.
- No me gusta ese hombre, Loto -murmuró Dérika.
Acaricié las palmas de Luis, a mi izquierda, y Axel, a mi derecha. Balanceé los hombros. Ambos hombres me ignoraron mientras insistían a los vecinos que me dejasen a las afueras, que me exiliasen.

Uno.
Dos.
Tres.
Los niños se soltaron y tomaron tres direcciones diferentes. Los forasteros intentaron reaccionar cuando irrumpí en sus pensamientos.
- ¿Serán felices si me marcho? -la multitud quedó impávida, los murmullos se rompieron como pompas de jabón. El silencio se posó en los labios de cada individuo.
Hubo un minuto de silencio. Algo moría en Ciroé, aunque nadie advertía el qué. Rodríguez y Gómez lo notaron, el miedo les atravesó la mirada, les era incomprensible.
Algo moría. Algo precioso, incorpóreo y compartido.
Era como si un ave cayese inerte en pleno vuelo y parase en medio de nosotros. Se diseminó la nostalgia ante una pérdida repentina, un sentimiento compartido y silente. Los forasteros me observaron, sus rostros eran carmín por la rabia. Fue Rodríguez quien en dos pasos llegó hasta mí y, como si fuese un zarpazo, me tiró por tierra. Rondaba los 65 años, pero era irracionalmente fornido.
Dérika gritó envuelta en los brazos de su madre.
Alcé la vista hacia mi agresor.
- No es fuerte quien arremete contra otros. La verdadera fortaleza no reside en los músculos, ni recurre a la violencia -me incorporé-. Solo ha hablado por ellos -señalé a mis vecinos-, pero en Ciroé no hay mudo o sordos.
Rodríguez alzó su mano para tumbarme de nuevo, cuando Gómez lo detuvo.
- Un pueblo no puede someterse ante una chiquilla: ni por esta. Eso es impen...
- Tiene razón -lo interrumpí. Quedó sin palabras. Cogí mi bolsa deportiva que cayó al suelo. Paseé la mirada por cada vecino, me detuve un segundo en cada rostro.
El silencio se hizo sentir. marcharé... -Axel, Luis y Dérika gritaron mientras sus padres los frenaban para que no volviesen conmigo. Estaban inquietos y se revolvían en sus brazos.
- Solo soy una veinteañera. Si les hago daño o se sienten manipulados; me
La mamá de Dérika le acarició el rostro, secó sus lágrimas y susurró algo en su oído. Luego, se separó de la multitud pasando al lado del alcalde, que permanecía como un espectador más, y de mis acusadores.
- Si eres una manzana podrida o no, lo sabremos con una prueba.
- ¡¿¡¿Prueba?!?! -vociferan Gómez y Rodríguez, aunque todos estábamos consternados por igual.
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- Sí. Sometamos a Ciroé a un experimento -había hablado para mí hasta entonces, se volvió en dirección a los vecinos y prosiguió-. Pongamos a Loto en cuarentena.
Cuando amaneció me habían arrancado el gentilicio de la piel. Estaba exiliada a un desierto de bloque y concreto, a una chaqueta de fuerza de polvo y hierro. Acaricié la grieta que atravesaba la pared, que la hería y deslucía como una cicatriz. Estaba tan sola como el edificio que habitaba. Allí, en el centro exacto de Ciroé, éramos invisibles.
Miré el techo. Me revolví en las sábanas.
"El trago pudo ser peor", pensé. Procuré consolarme, estaba en el único apartamento habitable del edificio. El único aún amueblado, permanecían en él rastros de vida. Los recuerdos se apiñaron en mis ojos hasta desbordarse. Estaba allí excluida y abandonada por amarles. Por amar a quien se fue, a aquellos cuyo reloj se detuvo. Ellos se fueron sin mí, se fueron adonde no podía alcanzarlos.
Sentía los ojos secos. La añoranza de mi alma se fugó, se escapó a través de mi dolor.
Oceanía, mi vieja amiga, me enseñó cuanto sabía de las personas. Me convidó a abrir el alma, como la flor abre sus pétalos, a escucharlos. "Escúchalos. Cada uno contiene el clamor de la humanidad entera. Acompáñalos, se avecinan tiempos de desgarradora soledad y dolor incalculable", dijo una tarde cualquiera. Hablaba con solemnidad como si me encomendase una operación a corazón abierto o el cuidado de una especie en peligro de extinción.
Descorrí las cortinas del viejo cuarto; su cuarto. Saqué la mano por la ventana, sentía la fragilidad que le sigue al llanto. Me sentí vacía cuando palpé el tronco de la visteria china. Oceanía amaba esa trepadora. Era una reliquia familiar, sus padres la plantaron cuando construyeron el edificio y guiaron su crecimiento para que adornase al mismo. Oceanía siempre lo cuidó como a una joya.
Ochenta, noventa, noventa y nueve... sacaba cuentas mentalmente. Amó tanto a la visteria china que recordaba la fecha y hora exacta en que la plantaron. Me contó la historia con tal detalle, y tantas veces, que me sentía parte de ella. Sentí el desnivel y la superficie del tronco.
- El tronco de la visteria absorbe cada historia en Ciroé, este árbol es un ciudadano más del pueblo, Loto -me explicó cuando vaciaba su vida en la mía.
Una hormiga exploraba mi mano que tocaba 100 años de historias.
- Si pudieses, también hubieses llorado -le susurré a la visteria con sus flores fragantes y lilas, con la complicidad que se le reserva al confidente.
La visteria lloraría. Su dolor habría inundado las calles de Ciroé, hasta sumergir cada hogar. Llanto amargo y profundo porque nuestra Oceanía se fue muy pronto. Era tan guapa con sus ojos brillantes y sus arrugas que exhibía orgullosa. Sí, orgullosa como una "moza" muestra su piel tersa o sus dotes artísticos.
Oceanía enseñaba los pliegues de su tez y decía: "es el álbum de mis vivencias. Reí hasta tener un acordeón por piel y amé hasta quedar arrugada como pasa". Tenía el don de hacer que te avergonzara tu vista corta, tu dramatismo.
Su mirada se apagó. Murió el sol en su interior, cuando el "sazón" de sus días fue apartado de su lado. Ella me adoptó como a otra joya en sus días, en su historia. Fuimos unidas como la nieta que se creía con su abuela, era imposible recordar sin suspirar. "Mi Loto...", me decía abrazándome cual si fuera un sueño. En parte, lo era, todos en Ciroé olvidaron mi nombre... poco más y yo lo haría. Fui su Loto y, cuando su luz se apagó, me heredó al pueblo.
Apoyé la cabeza en el tronco.
Un mensaje acabó con su nieto. Un mensaje y un conductor irresponsable nos sumieron en días de hiel y frío. En esa época, estábamos en Ciroé sin estar en él. Se parecía tanto a mi cuarentena, estábamos desconectados. Oceanía comparaba a su nieto, Jorge, con un pino. Por ella, me hice un bosquejo del buen pino trasplantado desde la ciudad. Allí estaba la vieja punzada, seguida de la sensación de ser un pozo sin agua. Jorge me cautivó durante el primer recorrido por Ciroé, yo encadenaba cada lugar simbólico con una anécdota y las peculiaridades de los vecinos.
Jorge tenía mirada de niño, se enorgullecía Oceanía: y era cierto. Encontraba belleza adonde fuera, tenía una mirada despierta y nunca mató su capacidad de asombro. Este par, mi par, era una familia de espíritu. Gente que parece elevarse por encima de lo trivial, de los rencores y cuánta hierba mala contamina a la sociedad. Aún me costaba creer que 160 caracteres, que un mensaje, cortase la vida de ambos.
El impacto lo mató a él.
La tristeza la carcomió a ella.
Y yo quedé sola, sin nadie que regase mi alma.
Era un reloj sin segundero... inhalé despacio, contemplé mis manos y a la hormiga pérdida en mi diestra. Fuera de Ciroé se extinguiría el aire en mis pulmones, tendría que inventarme una vida.
Abandone la habitación del quinto piso y fui a la azotea, sin prisa. Cada segundo gastado me acercaba al veredicto. ¿Qué hubiesen pensado Oceanía y Jorge sobre la decisión de mi confinamiento? Quien pensaría que el edificio, que me heredó ella, se convertiría en mi domicilio y cárcel. Chirrió la puerta dándome la bienvenida, todo chirriaba como si la estructura gimiese de dolor, mientras sentía que salía al encuentro de Jorge. Sí, a su encuentro, la belleza del mundo, lo efímero y sublime escondían el rompecabezas de su alma.
Y es que le amé. Aunque nunca lo pusiese en palabras. Por eso, cuando al fin entendí por qué Oceanía vació su vida en mí, por qué me habló del pasado de Ciroé sin ocultarme nada: me entendí como semilla.
Cantaban los cuervos y chaures, mi amado pueblo se escuchaba ausente y las nubes cubrían su cielo. ¿O sería su horizonte? Jorge supo que aquello era obra de su abuela.
- Otras abuelan tejen o te repiten historias, la mía hizo del pueblo un invernadero de humanidad. Lo sentí cuando me hablaste por el camino, esta gente está llena de mi abuela y... viceversa -nunca sabía adónde miraba, parecía que sus ojos atravesasen todo: a Ciroé, a las calles, a mí. Me observó en silencio-. También se están llenando de ti.
Él nos comparó con cielo y mar. Ambas nos reflejábamos y los vecinos, Ciroé, necesitaban de las dos.
- Ya no... -pensé. Rodríguez y Gómez mancharon sus memorias cuando lo calificaron de manipulación. Mientras mis vecinos me dieron la espalda con su silencio.
Tenía influencia en el pueblo, era un hecho innegable. Como la visteria china en su tronco, guardaba un siglo de experiencia contenida en mi piel morena y tersa. Mis mojos rasgados conocían las guerras y luchas interiores de los habitantes. Era un anal en la historia con rasgos indígenas y veintitrés años de vida.
Me pesaba el cuerpo o quizás lo corto de mis años. ¿No entendían que era discriminación? ¿Qué otro nombre´podría dársele a que viesen solo la edad y no la verdad en mis palabras?
Fue transcurriendo mi cuarentena mientras desde la azotea observaba las callejuelas del pueblo. Estaban a ratos sumidas en un silencio sepulcral y otrora en un bullicio que se elevaba ininteligible hasta mí. Por más esfuerzo que hacía, sentía que los miraba a través de un cristal empañado.
Supe que alguien velaba por mí. Cada semana sonaba una campana cerca de las visteria china, cuando bajaba hasta la entrada del edificio encontraba comida para siete días. Un guardia vigilaba que no saliese, era Mario. Me pregunté cómo seguiría su pequeña Eva de su fiebre de 39ºC.
La segunda semana, encontré contrabando en la caja de comestibles. Había un paquete extra grande de papas fritas, una bolsita de pistachos y un puñado de bombones. Axel, Luis y Dérika respectivamente, exclamé sonriendo. Esa delgada curva que parece formarse por el tamaño del corazón, casi me resultaba ajena. Ajena, lejana, extraña como el recuerdo de un sueño.
Comí el contrabando como un manjar, degusté cada bocado. Cerraba los ojos, y me parecía escuchar sus risas. Casi podía sentirlos halándome de un lado a otro. Entretanto, yo, tambaleaba y luchaba por no caer.
Para la tercera semana, añoraba con locura el compartir con todos. Rozaba el tronco de la enredadera deseando robar sus recuerdos felices. Deseando extraer fuerzas de otros tiempos. Advertí que mis vecinos evitaban la cuadra del edificio y, el silencio iba en aumento. Quería tener noticias de afuera, pero no tenía quién me las diera.
Contaba el día 34 cuando, con la basura, dejé una nota frente a la puerta del edificio. La soledad me pesaba, me demolía por dentro. Me sostenía solo el contrabando que los niños guardaban religiosamente. Reviví una a una las conversaciones con Jorge, el calor humano que impregnaba sus palabras y permanecía conmigo.
Me quedé dormida. Quizás por horas, quizás por días, las gruesas gotas me golpearon los pies. Dormí con medio cuerpo fuera de la tienda de acampar. Sentí el estómago vacío y el cuerpo débil, perdí 5 kilos y el ánimo de comer. El charco me devolvió una imagen demacrada; lo pateé.
No ganaría nada matándome de hambre, solo asustaría a los niños. Abrí la puerta que ya se despedía con su chirrido, que en ocasiones asemejaba un ronroneo, cuando escuché un bullicio. Me detuve en el umbral, sin voltearme. Primero fueron los gritos, le siguieron las risas y, por último, escuché llantos.
- La gente tiene maneras particulares de convulsionar, Loto -me dijo Jorge, cuando se sinceró, cuando contó por qué dejó la ciudad.
- ¡Tienes razón! Yo convulsioné por ese texto, por la muerte de Oceanía y la tuya -grité al edificio solitario, al armazón de recuerdos y nostalgia-. Convulsioné a la sombra de la visteria china y sus flores lilas. Dejé de sentir y luego... -me detuve en el quinto piso-. Luego entendí... que Oceanía era como el viento... soplaba y ponía en movimiento la voluntad de todos en Ciroé.
Era así. Nunca forzó nada; tampoco me enseñó a hacerlo, Bajaba, ahora con calma. Era mi turno de soplar: violaría la cuarentena.

Al abrir la puerta que me conectaba con el exterior, el bullicio se cortó. Fue un corte preciso, parejo y limpio como hecho por un bisturí en manos expertas. Axel, Dérika y Luis fueron los primeros en reaccionar, todos los vecinos estaban congregados allí.
No reconocía a los otros. Parecían cáscaras, avejentados, una versión fantasmagórica de sí. Me incliné para a abrazar a los niños, que corrieron hacia mí separándose del resto; me asusté. Luis tenía la piel amarilla, Dérika temblaba y Axel tenía ojeras.
- ¿Qué sucedió? -pregunté al fin. Busqué tres veces entre la muchedumbre a Gómez y Rodríguez sin hallarlos. Cada persona adulta evitó mi mirada, la apartó cuando se cruzaba con la suya.
- Papá...papá dice que... Ciroé es una cadena -hizo el ademán de recordar algo-. Él dice que la cadena se rompió cuando te obligaron a quedarte en el edificio, cuando los adultos te castigaron.
Nadie lo desmintió. Luis siempre decía la verdad. Después de quitarme del medio, los forasteros fueron por el pueblo: querían reestructurarlo. En solo 39 días habían poblado de estrés las calles, de violencia los hogares y de carácter impersonal cuanto se movía.
Éramos cifras.
Me incorporé con Dérika en los brazos: "Necesitamos hacer una reunión de control de daños", dije para quien quisiera oírme. Me alejé del edificio flanqueada por Axel y Luis, era notorio que mis vecinos se desmoronaban por dentro. En cuanto a mí, estaba como el edificio, herida pero con capacidad de abrigar a otros. Mientras me internaba con el resto en Ciroé, me pareció escuchar a Jorge:
- Lo que haces, podrá parecer faena de araña. No es una trampa, es una labor menuda y delicada... se hace visible, se contempla cuando se rocía con agua...
Su voz fue apagándose.
Quizás algún fotógrafo muy lejos de allí, rociaba una telaraña para capturarla con su lente. Ante el agua y el sol se detalla el grosor de la telaraña que Oceanía y yo tejimos en silencio.