
No me resistí. Conocía esas manos; su ternura.
-¿Qué aroma tiene tu día? -inquirió.
-Huele... a humedad -respondí con franqueza. De súbito recordé la anécdota de cuando me habló sobre las etiquetas. Los demás me etiquetaban de "tímida", cuando lo escuché había revisado en mi cuello y espalda en busca del cartel. Ella se desternilló de risa, dijo que parecía un perro tratando de alcanzar su cola. Ese día ganó muchos seguidores con su trabajo; aunque confesó que fue a costillas mías. El estar conmigo le daba muchas ideas. Era su mina secreta de ingenio, según me decía.
Suspiró.
-No agregues más humedad al ambiente -le reproché haciendo pucheros. Tomó mi mano e hizo que me levantara del banco, luego me hizo dar un giro.
-¿Y ahora? -preguntó divertida.
-Huele a fresas -respondí en el acto.
Mi tía Ruth y yo teníamos un código de aromas, cada uno significaba una emoción o sentimiento. Evidentemente, no era época de fresas y ningún puesto del parque las vendía. Según el reporte del clima, haría un tiempo caluroso y despejado. Entrábamos en el tercer mes de sequías, conseguí escuchar antes que mamá apagase el televisor. Detestaba que pusiese canales o programaciones como aquellas. Solía decir que me dificulta hacer amigos, porque no hablaba acorde a mi edad. Además, el televisor estaba vetado para mí, por supuesto.
-¿Tuviste muchos likes hoy?
-1473 y contando... ¿qué programa pusiste hoy?
-No recuerdo el nombre. Hablaban de un niño cantante... y el habló de ignorar a los "espicha sueños". También de un festival de películas extranjero y de una organización internacional que la trajo al país un niño de doce años.
Caminábamos a un solo ritmo. A tía Ruth no le preocupaban mis gustos para programas, los conocía de memoria. Solíamos comentarlos cada vez que nos reuníamos. Para las ocasiones en que me aburría en casa, contaba con una colección completa de discos compactos. Mamá insistía en mantenerme alejada de las computadoras, papá y ella eran un muro al respecto: temían que me hiciese adicta al Internet y esto "empeorase" mis problemas de comunicación. Tía Ruth solo encogió los hombros sobre el tema y me regaló, en cambio, un CD tras otro. Le gustaba mostrarme ritmos y letras diferentes, aunque luego aturdiese a todos preguntando por una u otra palabra.
Olía a humedad. Mamá estaba entretenida otra vez con el teléfono. Tía Ruth era su hermana menor, sabía que yo relacionaba la humedad con el abandono y el deterioro. Nunca había ido a un psicólogo. Aunque mis maestros y demás adultos insistían que necesitaba más contacto con niños de mi edad, coincidían en que estaba teniendo una niñez feliz y peculiar.
Jugué con la yema de sus dedos.
Me sentía segura. Sentía que mi vida estaba "habitada", era la extraña sensación que me producía los encuentros con tía Ruth. Seguía oliendo a tinta, acuarelas, tenía aliento a café y marcas en sus dedos de tanto apretar los pinceles.
-Debe ser... aroma a vida... -susurré.
-¿Dijiste algo, Amelia? -preguntó con aire distraído. Solía estar presente a medias, como si su mente viajase muy lejos y dejase su cuerpo allí plantado, eso decía mamá. Luego se corregía, tía Ruth dejaba o aplazaba sus compromisos para compartir conmigo: siempre.
Negué con un gesto.
Iniciamos nuestro juego predilecto con la ferocidad de una tempestad imprevista. A ninguna le gustaba perder, aunque yo tenía un marcador de 327 victorias a escasas 186 suyas.
-Tinte -solté.
Ella observó por las inmediaciones del parque hasta encontrar a la muchacha rubia de cejas negras.
-Siguiente -pidió con tono triunfante.
-Salchichas -continué.
Solía hacerle esas "malas pasadas" mientras jugábamos. Ella pasaba un buen rato buscando un carro de perros calientes o alguien comiendo una salchicha. Yo sonreía con picardía mientras nos alejábamos del muchacho que paseaba a un par de diminutos y alargados perros. Por ratos nos deteníamos, entonces ella aspiraba profundo para detectar el olor que le pasaba inadvertido. Alguien se aproximó con un fuerte taconeo por las caminerías hasta nosotras, reconocí los pasos sin necesidad de volverme.
Soltó su cabellera ondulante y mis pulmones se llenaron de esa fragancia familiar. Yo había escogido ese champú para ella igual que la crema corporal que compartíamos. Solo con el perfume la ayudaba, pero la última palabra era suya.
-¿Terminaste por hoy, Ruth? ¿Tus fans no te asediarán ahora?
-Conocen solo mis trazos, no mi cara, Scarlet.
-Adivino, te viniste incomunicada de nuevo, ¿no, hermanita?
Reconocí el tono. Era la rivalidad entre hermanas, otra vez. Papá me hablaba sobre el tema cada vez que acababa envuelta. Me decía que los papeles de ambas: mamá y tía Ruth, se habían mezclado como antiguas cartas por una confusión en el correo. Lo que mi mamá ansió por una vida, lo obtuvo tía Ruth. Una carrera profesional, holgura económica, viajes, congresos, eventos, en escasas palabras, ser una referencia en su área y que su éxito suba como espuma.
Por otra parte, decía papá, tía Ruth quería una familia. Un trabajo estable, pero sin mayores ambiciones. Una familia era el tema que le ponía los ojos como "un dos de oro", solo eso le daría valor a su trabajo. Ahora, mamá tenía un jefe tiránico, luchaba por un ascenso -algo de divertido tendría para que "pelease" por uno. Solía imaginarla como un sumo o una guerrera como Xena para obtener ese ascenso.
Papá reía al escucharme, luego me amonestaba por las referencias.
Nadie tenía lo que quería; ahí estaba yo. Entre el invierno que asociaba a la Navidad y la primavera con su explosión de fragancias. Entre mamá, mejor conocida como Scarlet, y tía Ruth mejor conocida como @ThScent en las redes sociales.
Mamá conducía el carro en silencio, las noticias se prohibían mientras yo estuviese abordo. En cambio, era la DJ oficial de cada trayecto, cosa que me hacía sumamente feliz. Cerré los ojos en el asiento trasero mientras escuchaba la melodía. Era una tonta, no había diferencia. Abiertos o no, solo había oscuridad para mí. Me sentaba en medio, solo me acercaba a las ventanas para sentir la brisa a ratos o para aspirar la fragancia de la ciudad.
Era una oscuridad amueblada la mía. Quizás mi vista se perdió como los cartas de tía Ruth y mamá, quizás la tenía otro. Quizás, somos como un envase con cierta medida. Mis medidas las habían llenado con el resto de los sentidos y, cuando fueron a verter la visión, se derramó como la leche de un tazón de cereal.
A mi manera particular, estaba agradecida. Tanto mis papás como tía Ruth jamás hablaban de mis ojos como un defecto, ni siquiera a solas. Lo sabía porque desarrollé gran sigilo en el caminar, daba sustos mortales a mamá o papá cada tanto por acercarme a hurtadillas. Los escuchaba conversar mientras me hacían dormida. Allí, en mi oscuridad prolongada, en mi noche soleada, tanteaba su amor.
Mamá, con su naturaleza orgullosa, se deshizo de su capa de súper mujer y pidió la ayuda de su hermana. Dijo que el trato con los niños no era su fuerte, pero si algo compartían -además de la misma sangre- era su amor por mí. Así que me convertí en una clase de "tregua humana". El gesto de su hermana Scarlet estremeció a tía Ruth que dio un vuelco a su vida profesional para apoyarla. Realmente, mamá era buena como tal. Necesitaba a su hermana para no desmoronarse ante el reflejo de mis ojos, lo deduje pasado un tiempo. Me amaba, pero quería algo para mí que ninguno ascenso podía conseguir.
En mis rondas sigilosas, escuché llorar a tía Ruth. Llegó una noche sin previo aviso y alterada. Estaba diferente, papá lo notó apenas abrir la puerta. Le había heredado lo perceptiva.
-Se quedará a dormir... pero en una habitación aparte -me contó papá. Quedé helada y confundida. Cuando pasaba la noche o el fin de semana en casa dormíamos juntas.
Tía Ruth me veía y lloraba. Se le hacían agua los ojos y el rostro adquiría una forma extraña, casi forzada. Había memorizado cada detalle de su cara. Me percaté cuando le acaricié en un gesto afectuoso. Para mí, tía Ruth tenía aroma a vida. Reconocía el olor a frutas tropicales de su champú, el perfume de nombre impronunciable que se ponía por gotas detrás de las orejas y en las muñecas. Conocía la fragancia a rosas de su antibacterial. Su aliento a café, el suavizante de las mantas con que me cubría o las prendas que me dejaba modelar aunque las arrastrase por el piso. Me llevaba 22 años, cada vez que hablábamos, sentía que tenía una charla con mi futuro. Con la persona que sería cuando creciera. Quería ver. Ansiaba devolverle una mirada, detallar sus dibujos y pinturas que tanto la apasionaban. Pensaba todo esto, los pensamientos me golpeaban como la lluvia golpea a la tierra... mientras ella lloraba. Lloré con ella, me sentí sola tras estos ojos sin luz. Mi halo de luz se esfumó.
Dos semanas después, un accidente escandalizó a la ciudad. Una mujer joven quedó aprisionada en un coche. El carro quedó deshecho, su conductora murió cuando la ambulancia llegaba con ella a las puertas del hospital. Por aquel entonces, preguntaba sin cesar por mi tía. Era la única amiga que tenía y me extrañaba que no fuese a visitarme a la clínica donde estaba por una fuerte indigestión. Me torturaba la dieta líquida con que me mantenían, tampoco se podía jugar en una habitación encerrada.
Algo iba mal. Me hice la dormida entrada la tarde, quería que mis papás hablasen como si no estuviese.
-Dicen que se quedó dormida al volante. Sabíamos que no estaba comiendo bien, ya casi no dormía y se alejó del trabajo como de nosotros -escuché a duras penas decir a papá.
-Éramos el único consuelo que le quedaba... -mamá lloraba. Tenía las lágrimas atoradas en la garganta, por eso, hacía largas pausas-. Roberto la abandonó hace mucho, pensé que estar con Amelia la ayudaría... le devolvería un poco de vitalidad...
Mamá lloraba como si fuese una nube o un arroyo, como si a media que le salían las lágrimas se desvaneciese.
-También pensé que se recuperaría, querida. Pero enterarse de que era estéril, después de acabar con una relación de diez años, fue igual que un infarto para ella.
Dormí soñando con mi halo de luz. Recordé nuestras conversaciones. Hace tiempo, no sabía exactamente cuánto, me dijo que las estrellas nos engañaban.
-Muchas estrellas ya no existen, vemos una luz que ya no tiene origen.
Luego me dijo que el origen es como la semilla de las personas así me lo explicaba todo. Soñé con una lluvia infinita de estrellas. Algunos adultos decían que era una niña despierta, pero yo me consideraba una niña dormida. Creía que la vida era como los sueños, que esa parte era auténtica. Desperté mientras alguien me abrazaba... y me mojaban. Era una lágrima, lo supe cuando una cayó en mis labios.
-Tu tía... Amelia, tu tía hizo un viaje muy largo... pero quiso darte un recuerdo antes de irse... -mamá hablaba con esfuerzo, se quedaba sin aire al terminar cada frase.
-¿Cuándo volverá? -pregunté con miedo-. ¿Es un nuevo CD, mamá? Dámelo, quiero que sepa que lo escuché. Quiero memorizarme las canciones para que cantemos juntas cuando regrese...-estaba suplicando. Me llevó un minuto notar la desesperación en mi voz.
-No, mi niña. Tu tía te regaló algo que no tiene precio -se rompió la voz de papá. Supe que lloraba.
Ambos sostuvieron con fuerza mis manos.
-Ella llevaba una nota en la cartera. Dijo que no los necesitaría más... que disculpes lo usados que están...
Los tres llorábamos. Sentía los corazones acelerados de ambos, pero no entendía qué querían decirme.
-Tu tía, mi Amelia, se inscribió como donante de córnea seis meses después de que naciste. Ella... te heredó sus ojos.
Las estrellas nos engañan. Han muerto, ya no están. Se han disuelto en lo infinito del universo. Nos dieron cuanto tenían, un atisbo de lo que nos espera allá fuera, un atisbo de belleza. Hoy huele a grama recién cortada, su olor impregna mi piel mientras el sol se levanta en el horizonte.
En las tardes de mi niñez escuché incontables canciones de despedidas. Esa época, ahora lejana, me enseñó que las cartas se pierden en el correo, que nuestras perspectivas mutan y se transforman, que lo "nuestro" es lo que damos y no cuánto recibimos. Me enseñó que las vidas son velas, que se encienden entre sí, que pasan su luz de unas a otras. Justamente, eso fue lo que recibí una mañana dentro de un quirófano.
Jugué con la yema de sus dedos.
Me sentía segura. Sentía que mi vida estaba "habitada", era la extraña sensación que me producía los encuentros con tía Ruth. Seguía oliendo a tinta, acuarelas, tenía aliento a café y marcas en sus dedos de tanto apretar los pinceles.
-Debe ser... aroma a vida... -susurré.
-¿Dijiste algo, Amelia? -preguntó con aire distraído. Solía estar presente a medias, como si su mente viajase muy lejos y dejase su cuerpo allí plantado, eso decía mamá. Luego se corregía, tía Ruth dejaba o aplazaba sus compromisos para compartir conmigo: siempre.
Negué con un gesto.
Iniciamos nuestro juego predilecto con la ferocidad de una tempestad imprevista. A ninguna le gustaba perder, aunque yo tenía un marcador de 327 victorias a escasas 186 suyas.
-Tinte -solté.
Ella observó por las inmediaciones del parque hasta encontrar a la muchacha rubia de cejas negras.
-Siguiente -pidió con tono triunfante.
-Salchichas -continué.
Solía hacerle esas "malas pasadas" mientras jugábamos. Ella pasaba un buen rato buscando un carro de perros calientes o alguien comiendo una salchicha. Yo sonreía con picardía mientras nos alejábamos del muchacho que paseaba a un par de diminutos y alargados perros. Por ratos nos deteníamos, entonces ella aspiraba profundo para detectar el olor que le pasaba inadvertido. Alguien se aproximó con un fuerte taconeo por las caminerías hasta nosotras, reconocí los pasos sin necesidad de volverme.
Soltó su cabellera ondulante y mis pulmones se llenaron de esa fragancia familiar. Yo había escogido ese champú para ella igual que la crema corporal que compartíamos. Solo con el perfume la ayudaba, pero la última palabra era suya.
-¿Terminaste por hoy, Ruth? ¿Tus fans no te asediarán ahora?
-Conocen solo mis trazos, no mi cara, Scarlet.
-Adivino, te viniste incomunicada de nuevo, ¿no, hermanita?
Reconocí el tono. Era la rivalidad entre hermanas, otra vez. Papá me hablaba sobre el tema cada vez que acababa envuelta. Me decía que los papeles de ambas: mamá y tía Ruth, se habían mezclado como antiguas cartas por una confusión en el correo. Lo que mi mamá ansió por una vida, lo obtuvo tía Ruth. Una carrera profesional, holgura económica, viajes, congresos, eventos, en escasas palabras, ser una referencia en su área y que su éxito suba como espuma.
Por otra parte, decía papá, tía Ruth quería una familia. Un trabajo estable, pero sin mayores ambiciones. Una familia era el tema que le ponía los ojos como "un dos de oro", solo eso le daría valor a su trabajo. Ahora, mamá tenía un jefe tiránico, luchaba por un ascenso -algo de divertido tendría para que "pelease" por uno. Solía imaginarla como un sumo o una guerrera como Xena para obtener ese ascenso.
Papá reía al escucharme, luego me amonestaba por las referencias.
Nadie tenía lo que quería; ahí estaba yo. Entre el invierno que asociaba a la Navidad y la primavera con su explosión de fragancias. Entre mamá, mejor conocida como Scarlet, y tía Ruth mejor conocida como @ThScent en las redes sociales.
Mamá conducía el carro en silencio, las noticias se prohibían mientras yo estuviese abordo. En cambio, era la DJ oficial de cada trayecto, cosa que me hacía sumamente feliz. Cerré los ojos en el asiento trasero mientras escuchaba la melodía. Era una tonta, no había diferencia. Abiertos o no, solo había oscuridad para mí. Me sentaba en medio, solo me acercaba a las ventanas para sentir la brisa a ratos o para aspirar la fragancia de la ciudad.
Era una oscuridad amueblada la mía. Quizás mi vista se perdió como los cartas de tía Ruth y mamá, quizás la tenía otro. Quizás, somos como un envase con cierta medida. Mis medidas las habían llenado con el resto de los sentidos y, cuando fueron a verter la visión, se derramó como la leche de un tazón de cereal.
A mi manera particular, estaba agradecida. Tanto mis papás como tía Ruth jamás hablaban de mis ojos como un defecto, ni siquiera a solas. Lo sabía porque desarrollé gran sigilo en el caminar, daba sustos mortales a mamá o papá cada tanto por acercarme a hurtadillas. Los escuchaba conversar mientras me hacían dormida. Allí, en mi oscuridad prolongada, en mi noche soleada, tanteaba su amor.
Mamá, con su naturaleza orgullosa, se deshizo de su capa de súper mujer y pidió la ayuda de su hermana. Dijo que el trato con los niños no era su fuerte, pero si algo compartían -además de la misma sangre- era su amor por mí. Así que me convertí en una clase de "tregua humana". El gesto de su hermana Scarlet estremeció a tía Ruth que dio un vuelco a su vida profesional para apoyarla. Realmente, mamá era buena como tal. Necesitaba a su hermana para no desmoronarse ante el reflejo de mis ojos, lo deduje pasado un tiempo. Me amaba, pero quería algo para mí que ninguno ascenso podía conseguir.
En mis rondas sigilosas, escuché llorar a tía Ruth. Llegó una noche sin previo aviso y alterada. Estaba diferente, papá lo notó apenas abrir la puerta. Le había heredado lo perceptiva.
-Se quedará a dormir... pero en una habitación aparte -me contó papá. Quedé helada y confundida. Cuando pasaba la noche o el fin de semana en casa dormíamos juntas.
Tía Ruth me veía y lloraba. Se le hacían agua los ojos y el rostro adquiría una forma extraña, casi forzada. Había memorizado cada detalle de su cara. Me percaté cuando le acaricié en un gesto afectuoso. Para mí, tía Ruth tenía aroma a vida. Reconocía el olor a frutas tropicales de su champú, el perfume de nombre impronunciable que se ponía por gotas detrás de las orejas y en las muñecas. Conocía la fragancia a rosas de su antibacterial. Su aliento a café, el suavizante de las mantas con que me cubría o las prendas que me dejaba modelar aunque las arrastrase por el piso. Me llevaba 22 años, cada vez que hablábamos, sentía que tenía una charla con mi futuro. Con la persona que sería cuando creciera. Quería ver. Ansiaba devolverle una mirada, detallar sus dibujos y pinturas que tanto la apasionaban. Pensaba todo esto, los pensamientos me golpeaban como la lluvia golpea a la tierra... mientras ella lloraba. Lloré con ella, me sentí sola tras estos ojos sin luz. Mi halo de luz se esfumó.
Dos semanas después, un accidente escandalizó a la ciudad. Una mujer joven quedó aprisionada en un coche. El carro quedó deshecho, su conductora murió cuando la ambulancia llegaba con ella a las puertas del hospital. Por aquel entonces, preguntaba sin cesar por mi tía. Era la única amiga que tenía y me extrañaba que no fuese a visitarme a la clínica donde estaba por una fuerte indigestión. Me torturaba la dieta líquida con que me mantenían, tampoco se podía jugar en una habitación encerrada.
Algo iba mal. Me hice la dormida entrada la tarde, quería que mis papás hablasen como si no estuviese.
-Dicen que se quedó dormida al volante. Sabíamos que no estaba comiendo bien, ya casi no dormía y se alejó del trabajo como de nosotros -escuché a duras penas decir a papá.
-Éramos el único consuelo que le quedaba... -mamá lloraba. Tenía las lágrimas atoradas en la garganta, por eso, hacía largas pausas-. Roberto la abandonó hace mucho, pensé que estar con Amelia la ayudaría... le devolvería un poco de vitalidad...
Mamá lloraba como si fuese una nube o un arroyo, como si a media que le salían las lágrimas se desvaneciese.
-También pensé que se recuperaría, querida. Pero enterarse de que era estéril, después de acabar con una relación de diez años, fue igual que un infarto para ella.
Dormí soñando con mi halo de luz. Recordé nuestras conversaciones. Hace tiempo, no sabía exactamente cuánto, me dijo que las estrellas nos engañaban.
-Muchas estrellas ya no existen, vemos una luz que ya no tiene origen.
Luego me dijo que el origen es como la semilla de las personas así me lo explicaba todo. Soñé con una lluvia infinita de estrellas. Algunos adultos decían que era una niña despierta, pero yo me consideraba una niña dormida. Creía que la vida era como los sueños, que esa parte era auténtica. Desperté mientras alguien me abrazaba... y me mojaban. Era una lágrima, lo supe cuando una cayó en mis labios.
-Tu tía... Amelia, tu tía hizo un viaje muy largo... pero quiso darte un recuerdo antes de irse... -mamá hablaba con esfuerzo, se quedaba sin aire al terminar cada frase.
-¿Cuándo volverá? -pregunté con miedo-. ¿Es un nuevo CD, mamá? Dámelo, quiero que sepa que lo escuché. Quiero memorizarme las canciones para que cantemos juntas cuando regrese...-estaba suplicando. Me llevó un minuto notar la desesperación en mi voz.
-No, mi niña. Tu tía te regaló algo que no tiene precio -se rompió la voz de papá. Supe que lloraba.
Ambos sostuvieron con fuerza mis manos.
-Ella llevaba una nota en la cartera. Dijo que no los necesitaría más... que disculpes lo usados que están...
Los tres llorábamos. Sentía los corazones acelerados de ambos, pero no entendía qué querían decirme.
-Tu tía, mi Amelia, se inscribió como donante de córnea seis meses después de que naciste. Ella... te heredó sus ojos.
Las estrellas nos engañan. Han muerto, ya no están. Se han disuelto en lo infinito del universo. Nos dieron cuanto tenían, un atisbo de lo que nos espera allá fuera, un atisbo de belleza. Hoy huele a grama recién cortada, su olor impregna mi piel mientras el sol se levanta en el horizonte.
En las tardes de mi niñez escuché incontables canciones de despedidas. Esa época, ahora lejana, me enseñó que las cartas se pierden en el correo, que nuestras perspectivas mutan y se transforman, que lo "nuestro" es lo que damos y no cuánto recibimos. Me enseñó que las vidas son velas, que se encienden entre sí, que pasan su luz de unas a otras. Justamente, eso fue lo que recibí una mañana dentro de un quirófano.