Estamos en la época donde analizamos cómo vivimos el año, la vida pasa como un flash. Hacemos balances y nos preparamos para compartir en familia. Mirar al pasado y evocar esas navidades, puede resultar nostálgico o perturbador, depende de nosotros. Siempre de nosotros, tantas veces tenemos la última palabra y tan pocas estamos conscientes de ello.
Son fechas que se relacionan con regalos, música, anécdotas y costumbres propias de cada hogar. Amo el pensamiento que reza: "es mejor dar que recibir". Por ende, estuve cavilando qué regalarles a mis lectores. Sin embargo, cualquier presente material se romperá, está atrapado en lo finito y perecedero, Hoy les traigo mi nuevo cuento, pero no cualquiera. Uno acorde con nuestra cotidianidad, algo humano, sensible y que contiene la médula de mi material de ahora en adelante. Sino es personal, no sirve. Si quien escribe, no se involucra, allí no existe valor. Siguiendo con mi colección de frases, cito para ustedes un pensamiento excepcional: "La parte más importante de cualquier proyecto es la pasión, la fuente de energía, el optimismo y el esfuerzo que hace que nos superemos a nosotros mismos, un día a la vez".
Antes de leer, sugiero que se desconecten de cualquier fuente de distracción. Busquen un asiento cómodo, quizás una bebida y, solo entonces, lean. Porque sin una disposición real, hasta el gesto más grande de amor es distorsionado, y la belleza se torna en pesadilla. Vincent van Gogh decía que "el arte es para consolar a aquellos que están rotos por la vida". Precisamente este, es el fin último y neurálgico del siguiente texto.
Ojalá se permitan ser consolados en la distancia.
A oídos disconformes, retrato mudo
"¿Escucharías lo que hablan a tus espaldas?"
Fue una pregunta casual sin mayores intenciones filosóficas que me hicieron tiempo atrás. Tarareé, comprendiendo las repercusiones de una conversación cualquiera, con un tono adecuado. Traté de transformar ese pensamiento en una imagen, a pesar de reiterados intentos, solo una explosión cumplió mis expectativas.
Si alguien advertía mi presencia, pasaba la mirada como si fuese transparente. "Así de fugaz puede ser nuestra existencia ante otros ojos", escribí. La feria de la comida era bulliciosa, nadie se quedaba demasiado. Era como si la gente tuviese un cronómetro en la espalda, acabado el tiempo se paraban e iban. Unos y otros se turnaban las mesas. Eran pocos los que comían, el resto se limitaba a tomar lo más económico del menú.
Estiré las piernas.
Me sentía vigilada desde hacía rato. El guardia fingió bostezar, entretanto murmuraba a las empleadas de mantenimiento. Garabateé en mi libreta de hojas recicladas. El hombre se quejó a mis espaldas, los pocos clientes de la feria volvieron el rostro hacia él. A excepción de mí. La muchacha le propinó un codazo en las costillas.
- Viene aquí dos veces por semana. No se mete con nadie, solo se sienta y escucha música. ¿Ese es el perfil de un delincuente para ti? -le recriminó.
El incidente llamó la atención de los trabajadores de las diferentes franquicias. Algunos mostraron abiertamente su interés en el asunto. Otros optaron por limpiar espacios impolutos, organizar los platos o los mismos vasos que diez minutos atrás.
Masajeé mi cuello. Llevaba rato en esa posición.
- ¡Mira, muchacho, busca a otro para justificar tu sueldo! Tanto ladrón suelto y tú perdiendo el tiempo -intervino con voz aguda la madre de la joven, que trabajaba con ella-. Si sigues diciendo disparates, te bañaré como a un gato. ¡Vaya a hacer su ronda!
Escuché las zancadas del aludido alejándose del lugar.
Di el último sorbo a mi té. Acomodé mis audífonos, pulsé el botón de "play" en el celular y empezó a sonar la radio. Las estaciones sacaron su repertorio de gaitas y aguinaldos conforme a la época. Los clientes dejaron platos, vasos y bandejas sucias sobre las demás mesas.
Guardé mi libreta con los apuntes del día. Me levanté y, al desechar el vaso, noté el rociador medio vacío con la palabra "agua" escrita en marcador negro y letras mayúsculas sobre la papelera. Intercambié una sonrisa con ambas mujeres.
En los últimos seis meses, el conflicto se hizo repetitivo. Sin que el guardia pudiese alegar razones de peso. El aroma a pasticho, arroz chino, faláfel, pizza, lumpia, kibbe, sushi, carne y roles de canela hacían estragos en mi estómago. Quizás, los espejismos se sintiesen igual, pensé. Esperaba el autobús, cuando el humo de un carro malibú escoció mis ojos y me provocó un ataque de tos. Las conversaciones dentro del transporte público eran un periódico abierto. Fijé mi atención a lo lejos, en ningún lugar exacto, mientras el recolector gritaba las próximas paradas.
Había sido un año difícil. Cada día constituía un reto. Era el mensaje entre líneas que escuchaba por doquier. En una semana, robaron a siete personas de mi entorno cercano. No obstante, me negaba a quedarme con una impresión demacrada y moribunda de la realidad. Si aguzaba la mirada, iba descubriendo una empatía más arraigada que antes.
- ...hoy.
Alguien se aclaró la garganta.
- ¿Cuál quieres hoy, Lesly? -preguntó tensa.
La miré sin entender. Frunció el entrecejo.
- No sé cómo no pierdes la cabeza, muchacha. Es la quinta vez que te pregunto cuál libro te presto hoy. O andas con los audífonos todo el santo día o tienes la cabeza por la luna.
Tenía días con un pensamiento entre ceja y ceja. Estaba indecisa sobre descartarlo o agotar mis escasos recursos en ello. "Un capricho", así lo tildaba Samuel. Aseguraba que lo mío era aversión, e inclusive fobia, a la rutina.
Escuché un tamborilear de dedos sobre el mesón. Fue un aterrizaje forzoso para mis cavilaciones.
- ¿Cuál trajo él esta vez? -inquirí.
Ella exhaló con falso fastidio. Me mostró dos ejemplares perfectamente cuidados. Hojeé ambos. Estaban subrayados a lápiz y tenían los márgenes abarrotados de anotaciones. Palpaba el desgaste en las hojas con apariencia de acordeón por el uso. Como era característico de los libros que compartían ese origen, tenían una doble dedicatoria: repartida en la primera y última página. Intercambié mi cédula de identidad por el café mediano que la señora Laura me tendió. Podía ver el vaho del vaso; el aroma establecía un vínculo entre la bebida y yo.
Bastaba una bebida caliente entre mis manos para olvidar la tensión. Decidí leerlo en la concha acústica. Serían diez minutos conteniendo las ansias de vaciar el recipiente.
- La gente suele tener escritores favoritos, Lesly -exclamó cuando me alejé del mesón.
- Es porque todavía no descubren el encanto de tener lectores favoritos, señora Laura -respondí con complicidad alzando el café en su dirección.
Replicó mi gesto.
Dejé el ejemplar a un lado. Había leído el mismo párrafo una docena de veces. Mi desconcentración me irritaba en ocasiones, aquella por ejemplo. Apacigüé mi mente. Aún si fuese un capricho, los pensamientos de esa índole me consumían sin tregua. "Insatisfecha", me etiquetaban en un precario intento de insulto. Hice la paz con mi insatisfacción, luego la hice mi bandera.
Traía algo entre manos o me volvía insomne. Abrí la libreta de hojas manoseadas y tinta corrida. Estaban dobladas, tachadas, con números, citas y pensamientos al azar. Acaricié el relieve del título: registro urbano. Una afición que generaba contradicción entre los pocos que la conocían.
Aprendí que la contradicción es el indicador de una vida sin morfina, con los riesgos y consecuencias que implica.
Tenía cuatro meses visitando el parque y su cafetín, los bulevares y diversos espacios de la ciudad a causa de mi registro urbano. Durante dicho lapso, la señora Laura me regalaba un café pequeño quincenal. Entonces le pagaba la diferencia y bebía uno mediano, leyendo a un lector y divagando por placer.
- Eres mi clienta más... singular -soltó con convicción tras reiteradas visitas al local. Solía argumentar que un café no empobrecía a nadie.
Los patos graznaban por los alrededores, mientras se rasgaba el status quo de mi mente. Esa noche, fui insomne. Me pesaban los párpados. Sin embargo, el disconformismo me taladraba el pecho. Era molesto y doloroso. Se iba el año, resolví despedirlo desde el fondo de lo cotidiano y, en simultáneo, por lo alto.
Desglosé mi registro urbano.
Garabateé en la libreta. Me exasperaba la diferencia entra la velocidad de mis ideas y la lentitud de mi mano. Sudaba bajo la luz tenue y el murmullo del viento mientras respiraba adrenalina. El Internet estaba intermitente. Entre más prisa tenía, más fallaba; detenía el video de Youtube constantemente. Por ende, mi estrés se disparó.
Me palpitaba la cabeza y escocían los ojos.
Un ruido seco me despertó: el celular resbaló de mis manos y cayó al suelo. Después de tres noches sin dormir y pedir múltiples favores, acabé mi cámara estenopeica. Levanté el móvil con su cámara frontal rota. Tal vez podría evadir al hampa con una cámara hecha de materiales reciclados.
- ¡Esta mujer! -fue lo único que contestó Samuel cuando le conté los pormenores de mi plan. Era la respuesta usual a mis niveles de empecinamiento.
- La creatividad es a bajo costo. Surge cuando las cuentas no dan -repetí como muletilla-. Si la gente ignora su valor, sencillamente no le interesa. Justo con eso cuento -texteé.
"Mis intereses son diversos y mi ignorancia abundante. Este proyecto no se basa en conocimientos, sino en un sentir. Cito a Monet cuando dijo: "Todo el mundo discute mi arte y pretende comprender. Como si fuera necesario. Cuando simplemente es amor"", escribí. Encerrando entre líneas mi terquedad, con la cámara en un morral desteñido y remendado, salí a seguir mi ruta fotográfica. Anduve por las tres ciudades aledañas. Pronto comprobé mi hipótesis.
Las personas son más sinceras entrada la madrugada y cuando piensan que se les desoye.
Inicié con los murales icónicos de cada urbe. Acto seguido, pasé a retratar los parques con sus columpios y toboganes a contraluz. Cada noche pensaba en la muestra, entre fotos reveladas, ansiaba descubrir imágenes de otra índole. Deseaba que fuesen inyecciones. Tenía la piel bronceada y la boca seca.
La tercera parada era más humana. Gente anónima que trabajaba en las calles, desde pregoneros hasta zapateros apostados en una acera. Sin olvidar a los buhoneros y perrocalenteros. La violencia me empujaba con frecuencia, mientras alguien vomitaba su ira sin destinatario. Me zumbaban los oídos al anochecer de tantos "¡¡estorbas!!, ¡¡estás en el medio!!, ¡¡apártate!!" que me gritaban. Regresaba a causa exhausta.
Contra todo pronóstico capturaba emociones y sentidos. Aunque implicase horas de paciencia. La siguiente estación la constituían las esculturas expuestas en plazas, redomas y avenidas sin que reparasen en ellas. Eran como la vejez encerrada en un geriátrico, una historia que creemos ajena.
Faltaban las capturas que cerrarían el desarrollo del proyecto. Vacié la jarra de agua sin saciar mi sed. Tenía hasta las ideas insoladas. Pese a que mi ropa distaba de ser "de marca", me movilizaba con el dinero casi exacto y una mandarina como única merienda, las previsiones fueron insuficientes. Saqué de mis cálculos el factor psicológico: cambié en el proceso.
El final previsto era incapaz de satisfacer mis expectativas. En varios aspectos, se me agotaba el tiempo.
- Pasámelo -respondió Samuel después de que me desahogué. Relajé los músculos. Entendía el trasfondo de sus reacciones.
- Eres un... -comencé a decir.
- ¿Un qué? -preguntó al momento.
A dos semanas de Navidad, escuchaba gaitas con frecuencia. Un camión recorría el sector donde vivía, cantando aguinaldos que los vecinos coreaban con semblante entre nostálgico y alegre. La atmósfera influyó en que tararease, incluso sin los audífonos puestos. Evadí la respuesta de Samuel, la broma cobraría más significado con el tiempo. Hice un collage de ideas y conceptos para armar el cierre del proyecto. Fue mi lector favorito, con sus notas al margen, quien me brindo la esencia acorde con mi visión.
Llamé a mis amigos uno tras otro.
Cinco días después se inauguraba la muestra fotográfica "Registro urbano, el alma tras un gentilicio", en un pequeño establecimiento del centro de la ciudad. En la entrada, escrita a mano, había una cita de Monet junto a unas palabras del fotógrafo. La pareja que llevaba el local acompañaba a los visitantes, les entregaba folletos y explicaba el orden (o las estaciones) que siguió el fotógrafo. Hasta el momento, se había acercado medio centenar de personas.
Alguien preguntó a mis espaldas por el artista detrás del lente, arqueé la ceja.
- No le gusta ser el centro de atención -respondió la pareja. Sin embargo, para salir del hermetismo, le dieron detalles de la entrevista previa y su apreciación del carácter del mismo.
Un comentario en el extremo opuesto del local detuvo la charla del grupo. Uno de los visitantes se quejaba de la juventud y sus manías.
- Las nuevas generaciones se escuchan solo a sí. Pierden la sensibilidad social y su consciencia individual frente a las redes que, por cierto, tienen muy bien puesto el nombre. ¿Crees que un muchacho va a pensar en hacer algo como esto? ¡Nada qué ver, están pegados de una pantalla y asustados de que se les acabe la batería! -siguió la voz con la retahíla de críticas.
La pareja volvió con disimulo la mirada hacía mí. La escena perturbaba el ambiente del lugar y atentaba contra el propósito de la muestra. Por un instante, pensé en responderle. Era sencillo desbaratar hasta la médula sus comentarios. Sin embargo, comprendí que el barullo era para distraer de su ceguera y, tentativa, inacción. Su cabeza era ruido que taponaba los oídos propios. Me erguí. Tendría que vivir con críticas similares porque acción y exposición son una dupla.
Allí estaba mi mensaje, allí estaba mi sentir. Mi sinfonía silente resonaba en las sonrisas de todas las edades con los murales de fondo. Le hice un gesto a la pareja para tranquilizarla, estaba por irme cuando me percaté de un muchacho. Tenía rato examinando el último tramo de la exhibición.
- Tienes un interés particular en estas fotos, ¿eh? -le hablé sin pensar.
- Creo que cada imagen te lo exige. Por ejemplo, el concepto de acá -señaló una gráfica del árbol de Navidad de un centro comercial y bajo él a niños, jóvenes y ancianos con rasgos de diversas culturas-. Si la detallas, todos llevan lazos; los dos del frente sostienen un reloj y un calendario del año entrante.
Hizo una pausa.
- El artista -arqueé la ceja ante esa palabra- no se limitó a tomar fotos; las creó. Hay quien diría que se puede ver a través de sus ojos. Nos presta su perspectiva.
Asentí.
Desvié la mirada y noté su carnet estudiantil, leía el nombre cuando me habló.
- Mis amigos me llaman Zalo -dijo él. Así iniciamos una larga conversación sobre los efectos que una muestra puede generar en la sociedad. Allá entre el ruido de las cornetas, el humo de los carros, el olor a sudor y cloacas, las noticias, las modas y la obsolescencia programada. Allá donde cualquier pausa es desafiar a la corriente, probar la vida o rebeldía. Citó a dos o tres escritores que, para el asombro de ambos, leí en los últimos meses.
- ¿Lesly? -preguntó Samuel al otro lado del teléfono.
No fue un accidente. Te llamé adrede -era la primera vez que lo hacía. Las llamadas eran iniciativa suya. La extrañeza se le transparentó en la voz-. Te envié un video con la muestra entera.
- ¡Qué raro fotografiar con una caja! -exclamó al comparar la cámara y el resultado.
Me encogí de hombros. Tardé varios segundos en asimilar que el gesto pasó inadvertido; no era una videollamada. Confieso que esperaba esa reacción; sentí que la caja me llamaba. Sentí las manos inquietas como si sufriese de abstinencia. Faltaba algo entre ellas. Recordé la historia tras cada foto. Fue un parteaguas entre el enfermizo derrotismo y aire de tragedia que se respiraba en la ciudad. Ahora tenía el ingenio expuesto y el pensamiento tan blindado como suelto.
- Dime tres fechas -hubo silencio en ambos extremo de la línea-. No lo pienses mucho -le solté. Bajo la caja reposaban dos tarjetas y una hoja con un número garabateado.
- ¿Ah?
- Anda, es fácil -lo motivé.
- 19, 5, 27... -dudó-. ¿Importa el orden? -inquirió un segundo después.
- No, así está bien -contesté encerrando en círculo las tres fechas que sugeriría.
- ¿Qué escribes? Escucho el teclado. Lo romperás de nuevo.

El sonido rítmico del teclado era una delicia. Era comparable a acabarme un tubo de leche condensada que vendía el chino del sector, o comer almendras a medianoche.
- Una vez que rompes la indiferencia, la prefieres así -comenté mientras armaba una nueva agenda. Asimismo, actualizaba mi registro urbano.
Se nos fue la noche uniendo ideas abstractas o saltando de un tema a otro sin pausa. Dividíamos la atención entre la conversación y lo que hacíamos por cuenta propia. Esa dualidad era un detonante que superaba lo convencional. Alcé los dedos del teclado.
- Así somos...
- ¿Qué murmuras? -preguntó Samuel.
"Rompemos moldes que se vuelven cargas y abrimos un resquicio, que dé paso a la innovación. Al cambio de perspectiva", pensé. Miré al techo y masajeé mi cuello.
- Nunca lo sabrás -contesté.
Fingió dormirse.
Olvidamos el tema en dos videos de Youtube y tres memes. Sobraría el tiempo para retomarlo; para vivirlo.