sábado, 31 de diciembre de 2016

Escasean los segundos

Acá estamos, en la recta final de un año. En nuestra mente se aglomera el collage de los meses y el tren de los recuerdos. Nos movemos en una película de cuatro dimensiones que nos aturde a ratos. Acá estamos en la cuenta regresiva de cada 31 de diciembre. Me era impensable despedir el año, sin coincidir con ustedes en esta habitación virtual. La tecnología se hizo parte de nuestra cotidianidad y nos acompañamos aún en la distancia. Aunque no miremos nuestros rostros o no nos crucemos en alguna calle de nuestra ciudad.
Los lazos que compartimos y estrechamos duran tanto como lo permitimos. Mientras leen estas líneas, mi mente es una cascada de pensamientos. El blog se nutre de cuánto me rodea y, especialmente, de quienes me rodean. Hoy muchos harán listas con sus propósitos o metas para el 2017. En cambio, yo solo quiero agradecer.
Mi lista es corta, porque lo bueno también puede ser breve.
Agradezco por la vida y las personas en ella.
Convivir es un reto descomunal que puede consumir todas nuestras fuerzas, y nos hace vacilar día tras día. Sin embargo, tampoco tengo inclinación a ser ermitaña, ¡y menos mal!  Si lo fuera, cuántas bendiciones bajo apariencias de personas me hubiese perdido. Creo que lo comenté en una publicación anterior, pero me considero pronoica. Es decir, siempre siento que todo confabula a mi favor. ¿Cómo podría ser de otra manera? Si he recibido un afecto descomunal de personas que recién me conocían. Uno atraviesa eternas luchas en silencio, ¡y qué maravilla es que rendirte sea irriosorio, porque quieres estar para tantos!
Estar vinculados con los demás, es una bendición en todo el orden de la palabra. Porque así nos sostenemos mutuamente. Somos compañeros en un mismo trayecto, aunque nuestras perspectivas sean diferentes. Hoy, quiero agradecer a quienes me enseñaron que siempre se alzará el sol. Qué besará nuestras frentes como un gesto de honda devoción. Qué aún en nuestra debilidad, se esconde una profunda fortaleza. Gracias por tanto amor, tanto afecto, por los abrazos, las charlas, los comentarios, por cada palabra que voy tallando en mi alma.
Me es incomprensible la vida sin gratitud, sin abrirse el tiempo para los demás. Para estar. ¡Oh, la importancia sublime del estar, de la presencia! Se despide el año, ¿y cuántas soledades marchitamos? ¿Cuánta fortaleza dinos? ¿Cuánto amor repartimos? En fin, ¿qué tan humanos fuimos en esta época que cierra sus pétalos hoy?
Como no podía ser de otra manera, les traje un poema que escribí y reservé para la fecha.

Escasean los segundos

Escucho tus lágrimas,
cabizbajo preparas tus maletas,
en la cama descansa
tu pasaporte al olvido.

Hace nada,
eras un niño.
Ahora ves tus canas y arrugas
sin reconocerte.
Entregaste lo mejor que tenías,
te diste sin medida,
sin reservas;
y muchos recuerdan
solo el dolor,
los tragos amargos.

Caes a pedazos,
mientras tu visa
de turista expira.

Antes que den las 12am
y nunca retornes,
te abrazo.
Quedémonos un momento así,
el cielo se torna gris,
también fuiste crudo conmigo
incluso, pensé que reponerme
sería imposible.

Acá estoy,
te agradezco tu temperamento,
bipolar y franco, tus despojos
y manías.

Escasean los segundos
que son tu aire,
parte a su encuentro
¡y agradécele de mi parte!

Me envió contigo,
bendiciones vestidas de personas,
respuestas a tantas preguntas
y una lluvia de afectos
que jamás amainó.


Todo futuro es tiempo incierto. Entonces, hagamos cierto lo que hay en nosotros, Ustedes me enseñaron y me mantuvieron en contacto con la razón primordial para escribir. Esa que golpea en mis adentros y es incontenible como un mar. Más allá de lo que pueda recibir, se trata de lo que doy. De lo que aporto y construyo, de cómo pueden abrigarse en mis letras. Como las utilizan para enfrentar su día a día, con una sonrisa y fortaleza renovada. Escribo por esas expresiones de un alma acurrucada, acunada en medio de la tempestad de las realidades que nos estremecen. No soy escritora, pero cuánto les trasmito, cuánto acogen es lo más sublime que pudiese pedir. Por ello, deseo e imploro qué Dios los colme de bendiciones. ¡Qué les dé y multiplique al infinito cuánto me han aportado con su mera existencia! No subestimen jamás el impacto que sus vidas y obras tienen en los demás. Aunque el tiempo sea semejante a un parpadeo, hagamos que valga la pena. ¡Qué sea memorable cada segundo! ¡Feliz 2017 que descubras y revivas la maravilla que eres, querido lector!

domingo, 18 de diciembre de 2016

A oídos disconformes, retrato mudo

Estamos en la época donde analizamos cómo vivimos el año, la vida pasa como un flash. Hacemos balances y nos preparamos para compartir en familia. Mirar al pasado y evocar esas navidades, puede resultar nostálgico o perturbador, depende de nosotros. Siempre de nosotros, tantas veces tenemos la última palabra y tan pocas estamos conscientes de ello.
Son fechas que se relacionan con regalos, música, anécdotas y costumbres propias de cada hogar. Amo el pensamiento que reza: "es mejor dar que recibir". Por ende, estuve cavilando qué regalarles a mis lectores. Sin embargo, cualquier presente material se romperá, está atrapado en lo finito y perecedero, Hoy les traigo mi nuevo cuento, pero no cualquiera. Uno acorde con nuestra cotidianidad, algo humano, sensible y que contiene la médula de mi material de ahora en adelante. Sino es personal, no sirve. Si quien escribe, no se involucra, allí no existe valor. Siguiendo con mi colección de frases, cito para ustedes un pensamiento excepcional: "La parte más importante de cualquier proyecto es la pasión, la fuente de energía, el optimismo y el esfuerzo que hace que nos superemos a nosotros mismos, un día a la vez".
Antes de leer, sugiero que se desconecten de cualquier fuente de distracción. Busquen un asiento cómodo, quizás una bebida y, solo entonces, lean. Porque sin una disposición real, hasta el gesto más grande de amor es distorsionado, y la belleza se torna en pesadilla. Vincent van Gogh decía que "el arte es para consolar a aquellos que están rotos por la vida". Precisamente este, es el fin último y neurálgico del siguiente texto.
Ojalá se permitan ser consolados en la distancia.


A oídos disconformes, retrato mudo

"¿Escucharías lo que hablan a tus espaldas?"
Fue una pregunta casual sin mayores intenciones filosóficas que me hicieron tiempo atrás. Tarareé, comprendiendo las repercusiones de una conversación cualquiera, con un tono adecuado. Traté de transformar ese pensamiento en una imagen, a pesar de reiterados intentos, solo una explosión cumplió mis expectativas.
Si alguien advertía mi presencia, pasaba la mirada como si fuese transparente. "Así de fugaz puede ser nuestra existencia ante otros ojos", escribí. La feria de la comida era bulliciosa, nadie se quedaba demasiado. Era como si la gente tuviese un cronómetro en la espalda, acabado el tiempo se paraban e iban. Unos y otros se turnaban las mesas. Eran pocos los que comían, el resto se limitaba a tomar lo más económico del menú.
Estiré las piernas.
Me sentía vigilada desde hacía rato. El guardia fingió bostezar, entretanto murmuraba a las empleadas de mantenimiento. Garabateé en mi libreta de hojas recicladas. El hombre se quejó a mis espaldas, los pocos clientes de la feria volvieron el rostro hacia él. A excepción de mí. La muchacha le propinó un codazo en las costillas.
- Viene aquí dos veces por semana. No se mete con nadie, solo se sienta y escucha música. ¿Ese es el perfil de un delincuente para ti? -le recriminó.
El incidente llamó la atención de los trabajadores de las diferentes franquicias. Algunos mostraron abiertamente su interés en el asunto. Otros optaron por limpiar espacios impolutos, organizar los platos o los mismos vasos que diez minutos atrás.
Masajeé  mi cuello. Llevaba rato en esa posición.
- ¡Mira, muchacho, busca a otro para justificar tu sueldo! Tanto ladrón suelto y tú perdiendo el tiempo -intervino con voz aguda la madre de la joven, que trabajaba con ella-. Si sigues diciendo disparates, te bañaré como a un gato. ¡Vaya a hacer su ronda!
Escuché las zancadas del aludido alejándose del lugar.
Di el último sorbo a mi té. Acomodé mis audífonos, pulsé el  botón de "play" en el celular y empezó a sonar la radio. Las estaciones sacaron su repertorio de gaitas y aguinaldos conforme a la época. Los clientes dejaron platos, vasos y bandejas sucias sobre las demás mesas.
Guardé mi libreta con los apuntes del día. Me levanté y, al desechar el vaso, noté el rociador medio vacío con la palabra "agua" escrita en marcador negro y letras mayúsculas sobre la papelera. Intercambié una sonrisa con ambas mujeres.
En los últimos seis meses, el conflicto se hizo repetitivo. Sin que el guardia pudiese alegar razones de peso. El aroma a pasticho, arroz chino, faláfel, pizza, lumpia, kibbe, sushi, carne y roles de canela hacían estragos en mi estómago. Quizás, los espejismos se sintiesen igual, pensé. Esperaba el autobús, cuando el humo de un carro malibú escoció mis ojos y me provocó un ataque de tos. Las conversaciones dentro del transporte público eran un periódico abierto. Fijé mi atención a lo lejos, en ningún lugar exacto, mientras el recolector gritaba las próximas paradas. 
Había sido un año difícil. Cada día constituía un reto. Era el mensaje entre líneas que escuchaba por doquier. En una semana, robaron a siete personas de mi entorno cercano. No obstante, me negaba a quedarme con una impresión demacrada y moribunda de la realidad. Si aguzaba la mirada, iba descubriendo una empatía más arraigada que antes.
- ...hoy.
Alguien se aclaró la garganta.
- ¿Cuál quieres hoy, Lesly? -preguntó tensa.
La miré sin entender. Frunció el entrecejo.
- No sé cómo no pierdes la cabeza, muchacha. Es la quinta vez que te pregunto cuál libro te presto hoy. O andas con los audífonos todo el santo día o tienes la cabeza por la luna.
Tenía días con un pensamiento entre ceja y ceja. Estaba indecisa sobre descartarlo o agotar mis escasos recursos en ello. "Un capricho", así lo tildaba Samuel. Aseguraba que lo mío era aversión, e inclusive fobia, a la rutina.
Escuché un tamborilear de dedos sobre el mesón. Fue un aterrizaje forzoso para mis cavilaciones.
- ¿Cuál trajo él esta vez? -inquirí.
Ella exhaló con falso fastidio. Me mostró dos ejemplares perfectamente cuidados. Hojeé ambos. Estaban subrayados a lápiz y tenían los márgenes abarrotados de anotaciones. Palpaba el desgaste en las hojas con apariencia de acordeón por el uso. Como era característico de los libros que compartían ese origen, tenían una doble dedicatoria: repartida en la primera y última página. Intercambié mi cédula de identidad por el café mediano que la señora Laura me tendió. Podía ver el vaho del vaso; el aroma establecía un vínculo entre la bebida y yo.
Bastaba una bebida caliente entre mis manos para olvidar la tensión. Decidí leerlo en la concha acústica. Serían diez minutos conteniendo las ansias de vaciar el recipiente.
- La gente suele tener escritores favoritos, Lesly -exclamó cuando me alejé del mesón.
- Es porque todavía no descubren el encanto de tener lectores favoritos, señora Laura -respondí con complicidad alzando el café en su dirección.
Replicó mi gesto.
Dejé el ejemplar a un lado. Había leído el mismo párrafo una docena de veces. Mi desconcentración me irritaba en ocasiones, aquella por ejemplo. Apacigüé mi mente. Aún si fuese un capricho, los pensamientos de esa índole me consumían sin tregua. "Insatisfecha", me etiquetaban en un precario intento de insulto. Hice la paz con mi insatisfacción, luego la hice mi bandera.
Traía algo entre manos o me volvía insomne. Abrí la libreta de hojas manoseadas y tinta corrida. Estaban dobladas, tachadas, con números, citas y pensamientos al azar. Acaricié el relieve del título: registro urbano. Una afición que generaba contradicción entre los pocos que la conocían.
Aprendí que la contradicción es el indicador de una vida sin morfina, con los riesgos y consecuencias que implica.
Tenía cuatro meses visitando el parque y su cafetín, los bulevares y diversos espacios de la ciudad a causa de mi registro urbano. Durante dicho lapso, la señora Laura me regalaba un café pequeño quincenal. Entonces le pagaba la diferencia y bebía uno mediano, leyendo a un lector y divagando por placer.
- Eres mi clienta más... singular -soltó con convicción tras reiteradas visitas al local. Solía argumentar que un café no empobrecía a nadie.
Los patos graznaban por los alrededores, mientras se rasgaba el status quo de mi mente. Esa noche, fui insomne. Me pesaban los párpados. Sin embargo, el disconformismo me taladraba el pecho. Era molesto y doloroso. Se iba el año, resolví despedirlo desde el fondo de lo cotidiano y, en simultáneo, por lo alto.
Desglosé mi registro urbano.
Garabateé en la libreta. Me exasperaba la diferencia entra la velocidad de mis ideas y la lentitud de mi mano. Sudaba bajo la luz tenue y el murmullo del viento mientras respiraba adrenalina. El Internet estaba intermitente. Entre más prisa tenía, más fallaba; detenía el video de Youtube constantemente. Por ende, mi estrés se disparó.
Me palpitaba la cabeza y escocían los ojos.
Un ruido seco me despertó: el celular resbaló de mis manos y cayó al suelo. Después de tres noches sin dormir y pedir múltiples favores, acabé mi cámara estenopeica. Levanté el móvil con su cámara frontal rota. Tal vez podría evadir al hampa con una cámara hecha de materiales reciclados.
- ¡Esta mujer! -fue lo único que contestó Samuel cuando le conté los pormenores de mi plan. Era la respuesta usual a mis niveles de empecinamiento.
- La creatividad es a bajo costo. Surge cuando las cuentas no dan -repetí como muletilla-. Si la gente ignora su valor, sencillamente no le interesa. Justo con eso cuento -texteé.
"Mis intereses son diversos y mi ignorancia abundante. Este proyecto no se basa en conocimientos, sino en un sentir. Cito a Monet cuando dijo: "Todo el mundo discute mi arte y pretende comprender. Como si fuera necesario. Cuando simplemente es amor"", escribí. Encerrando entre líneas mi terquedad, con la cámara en un morral desteñido y remendado, salí a seguir mi ruta fotográfica. Anduve por las tres ciudades aledañas. Pronto comprobé mi hipótesis.
Las personas son más sinceras entrada la madrugada y cuando piensan que se les desoye.
Inicié con los murales icónicos de cada urbe. Acto seguido, pasé a retratar los parques con sus columpios y toboganes a contraluz. Cada noche pensaba en la muestra, entre fotos reveladas, ansiaba descubrir imágenes de otra índole. Deseaba que fuesen inyecciones. Tenía la piel bronceada y la boca seca.
La tercera parada era más humana. Gente anónima que trabajaba en las calles, desde pregoneros hasta zapateros apostados en una acera. Sin olvidar a los buhoneros y perrocalenteros. La violencia me empujaba con frecuencia, mientras alguien vomitaba su ira sin destinatario. Me zumbaban los oídos al anochecer de tantos "¡¡estorbas!!, ¡¡estás en el medio!!, ¡¡apártate!!" que me gritaban. Regresaba a causa exhausta.
Contra todo pronóstico capturaba emociones y sentidos. Aunque implicase horas de paciencia. La siguiente estación la constituían las esculturas expuestas en plazas, redomas y avenidas sin que reparasen en ellas. Eran como la vejez encerrada en un geriátrico, una historia que creemos ajena.
Faltaban las capturas que cerrarían el desarrollo del proyecto. Vacié la jarra de agua sin saciar mi sed. Tenía hasta las ideas insoladas. Pese a que mi ropa distaba de ser "de marca", me movilizaba con el dinero casi exacto y una mandarina como única merienda, las previsiones fueron insuficientes. Saqué de mis cálculos el factor psicológico: cambié en el proceso.
El final previsto era incapaz de satisfacer mis expectativas. En varios aspectos, se me agotaba el tiempo.
- Pasámelo -respondió Samuel después de que me desahogué. Relajé los músculos. Entendía el trasfondo de sus reacciones.
- Eres un... -comencé a decir.
- ¿Un qué? -preguntó al momento.
A dos semanas de Navidad, escuchaba gaitas con frecuencia. Un camión recorría el sector donde vivía, cantando aguinaldos que los vecinos coreaban con semblante entre nostálgico y alegre. La atmósfera influyó en que tararease, incluso sin los audífonos puestos. Evadí la respuesta de Samuel, la broma cobraría más significado con el tiempo. Hice un collage de ideas y conceptos para armar el cierre del proyecto. Fue mi lector favorito, con sus notas al margen, quien me brindo la esencia acorde con mi visión.
Llamé a mis amigos uno tras otro.

Cinco días después se inauguraba la muestra fotográfica "Registro urbano, el alma tras un gentilicio", en un pequeño establecimiento del centro de la ciudad. En la entrada, escrita a mano, había una cita de Monet junto a unas palabras del fotógrafo. La pareja que llevaba el local acompañaba a los visitantes, les entregaba folletos y explicaba el orden (o las estaciones) que siguió el fotógrafo. Hasta el momento, se había acercado medio centenar de personas.
Alguien preguntó a mis espaldas por el artista detrás del lente, arqueé la ceja.
- No le gusta ser el centro de atención -respondió la pareja. Sin embargo, para salir del hermetismo, le dieron detalles de la entrevista previa y su apreciación del carácter del mismo.
Un comentario en el extremo opuesto del local detuvo la charla del grupo. Uno de los visitantes se quejaba de la juventud y sus manías.
- Las nuevas generaciones se escuchan solo a sí. Pierden la sensibilidad social y su consciencia individual frente a las redes que, por cierto, tienen muy bien puesto el nombre. ¿Crees que un muchacho va a pensar en hacer algo como esto? ¡Nada qué ver, están pegados de una pantalla y asustados de que se les acabe la batería! -siguió la voz con la retahíla de críticas.
La pareja volvió con disimulo la mirada hacía mí. La escena perturbaba el ambiente del lugar y atentaba contra el propósito de la muestra. Por un instante, pensé en responderle. Era sencillo desbaratar hasta la médula sus comentarios. Sin embargo, comprendí que el barullo era para distraer de su ceguera y, tentativa, inacción. Su cabeza era ruido que taponaba los oídos propios. Me erguí. Tendría que vivir con críticas similares porque acción y exposición son una dupla.
Allí estaba mi mensaje, allí estaba mi sentir. Mi sinfonía silente resonaba en las sonrisas de todas las edades con los murales de fondo. Le hice un gesto a la pareja para tranquilizarla, estaba por irme cuando me percaté de un muchacho. Tenía rato examinando el último tramo de la exhibición.
- Tienes un interés particular en estas fotos, ¿eh? -le hablé sin pensar.
- Creo que cada imagen te lo exige. Por ejemplo, el concepto de acá -señaló una gráfica del árbol de Navidad de un centro comercial y bajo él a niños, jóvenes y ancianos con rasgos de diversas culturas-. Si la detallas, todos llevan lazos; los dos del frente sostienen un reloj y un calendario del año entrante.
Hizo una pausa.
- El artista -arqueé la ceja ante esa palabra- no se limitó a tomar fotos; las creó. Hay quien diría que se puede ver a través de sus ojos. Nos presta su perspectiva.
Asentí.
Desvié la mirada y noté su carnet estudiantil, leía el nombre cuando me habló.
- Mis amigos me llaman Zalo -dijo él. Así iniciamos una larga conversación sobre los efectos que una muestra puede generar en la sociedad. Allá entre el ruido de las cornetas, el humo de los carros, el olor a sudor y cloacas, las noticias, las modas y la obsolescencia programada. Allá donde cualquier pausa es desafiar a la corriente, probar la vida o rebeldía. Citó a dos o tres escritores que, para el asombro de ambos, leí en los últimos meses.
- ¿Lesly? -preguntó Samuel al otro lado del teléfono.
No fue un accidente. Te llamé adrede -era la primera vez que lo hacía. Las llamadas eran iniciativa suya. La extrañeza se le transparentó en la voz-. Te envié un video con la muestra entera.
- ¡Qué raro fotografiar con una caja! -exclamó al comparar la cámara y el resultado.
Me encogí de hombros. Tardé varios segundos en asimilar que el gesto pasó inadvertido; no era una videollamada. Confieso que esperaba esa reacción; sentí que la caja me llamaba. Sentí las manos inquietas como si sufriese de abstinencia. Faltaba algo entre ellas. Recordé la historia tras cada foto. Fue un parteaguas entre el enfermizo derrotismo y aire de tragedia que se respiraba en la ciudad. Ahora tenía el ingenio expuesto y el pensamiento tan blindado como suelto.
- Dime tres fechas -hubo silencio en ambos extremo de la línea-. No lo pienses mucho -le solté. Bajo la caja reposaban dos tarjetas y una hoja con un número garabateado.
- ¿Ah?
- Anda, es fácil -lo motivé.
- 19, 5, 27... -dudó-. ¿Importa el orden? -inquirió un segundo después.
- No, así está bien -contesté encerrando en círculo las tres fechas que sugeriría.
- ¿Qué escribes? Escucho el teclado. Lo romperás de nuevo.
El sonido rítmico del teclado era una delicia. Era comparable a acabarme un tubo de leche condensada que vendía el chino del sector, o comer almendras a medianoche.
- Una vez que rompes la indiferencia, la prefieres así -comenté mientras armaba una nueva agenda. Asimismo, actualizaba mi registro urbano.
Se nos fue la noche uniendo ideas abstractas o saltando de un tema a otro sin pausa. Dividíamos la atención entre la conversación y lo que hacíamos por cuenta propia. Esa dualidad era un detonante que superaba lo convencional. Alcé los dedos del teclado.
- Así somos...
- ¿Qué murmuras? -preguntó Samuel.
"Rompemos moldes que se vuelven cargas y abrimos un resquicio, que dé paso a la innovación. Al cambio de perspectiva", pensé. Miré al techo y masajeé mi cuello.
- Nunca lo sabrás -contesté.
Fingió dormirse.
Olvidamos el tema en dos videos de Youtube y tres memes. Sobraría el tiempo para retomarlo; para vivirlo.

jueves, 1 de diciembre de 2016

La cacería del aire

Adelante, pasen y pónganse cómodos en este espacio 2.0. Hoy los acompañará una breve historia. Cuidado, está viva: siente y respira. Se explicará por sí sola. Quiere quedarse con ustedes como un pensamiento o un secreto compartido, como algo intrínseco, sin necesidad de intermediarios. Hace poco, me preguntaron qué escribí recientemente. La pregunta llegó a oídos de la anfitriona de turno, y se quejó. Sintió la necesidad de salir, de mostrarse y estirar sus palabras. Se entumecía en el silencio.
Para que pueda tomar la forma debida, toda historia necesita ser compartida. Lo mucho o poco que sepamos, se hace nada, cuando lo callamos.
¡Feliz lectura!

La cacería del aire

Limpió su frente con el torso de su mano. Días atrás la temperatura alcanzó los 40ºC, el aire se hacía denso e irrespirable. Tenía la franela pegada al cuerpo, los labios agietados, la vista nublada y su mente amenazaba con salirse de control. A Sergei le bastaban sus pensamientos para asfixiarlo. Hizo una mueca, el ambiente parecía exprimirlo hasta secarlo como una pasa.
Estaba en el ático, acompañado solo por las arañas que extendían afanosamente sus redes. Por lo demás, el minúsculo cuarto estaba impoluto, era el santuario al que nadie más tenía acceso. Sergei caminó hacia el ventanal frente a él. La madera crujió bajo sus pies desnudos. Apartó el rostro. Sonó el cronómetro del celular en las escaleras: eran las 2:00pm.
El sol atravesó el ventanal a sus espaldas. Colisionó contra los espejos de mano dispuestos a lo largo y ancho del ático. Cruzó una a una las diez lupas. Poco a poco, Sergei tomó una bocanada de aire. Contuvo la respiración, hasta que las explosiones resonaron como un chillido en sus oídos. Cerró los puños, esperaba esa reacción.
Contempló, casi en cámara lenta, cómo caían los restos de los globos desperdigados en la madera. Aquella visión constituía para él un placer personal, secreto y extraño. Se activó el par de mecanismos restantes; se vio un flash y cruzó la habitación el sonido sincronizado de envases cerrándose al vacío. Sergei exhaló, aún con el semblante tenso. Se acercó con cautela a la primera trampa. Era momento de evaluar los resultados de la cacería.
Alzó un envase al azar.
Tenía pigmentos que variaban entre azul rey y azul eléctrico. Asintió, aprobando esa apariencia. Su sonido era nítido, podía notarse su ritmo: era la mezcla de una gotera y un sollozo reprimido. Sergei cerró los ojos, la presa lo electrocutó. Estaba viva y se defendía. Él apretó los dientes. Se había confiado. Tras un tortuoso minuto, sintiendo la electricidad estremeciéndolo desde los huesos, cesó. Un segundo más, y sus dedos habrían cedido. Relajó los músculos. Allí cató a su presa. Era como un trozo de piña, lavada con un toque de sal y el azúcar apenas detectable. Por presas similares se resentía su lengua.
Hizo diminutas perforaciones en la trampa para ponderar el aroma. Aquello sorprendió a Sergei, tenía la fragancia de la grama recién cortada. Sergei se irguió. Dio un vistazo a la docena de envases, cada tanto se formaban figuras abstractas dentro de ellos y los golpeaban. Se estremecían. Por el contrario, Sergei sintió sus hombros ligeros. Sintió que recobraba el control de sus sentidos.
Sergei la observó casi por instinto. Sin consciencia plena. La descubría infraganti, abstraída frente a la vitrina. Detenerse y observar era regla profesional para Sergei. Apreció el ritmo en la respiración de ella. El mundo se le antojaba transparente, como si reclamase ser visto y deducido por sus ojos.
            ¿Quién conoce a quién? –masculló.
Ella volvió la mirada hacia él. En cuestión de segundos, siguió la dirección de su mirada.
 Tú respiras para vivir y vives para respirar. Mientras gente como yo, se cuestiona ¿cuál es su estado más puro, el aire o el contenido de los envases?
Era una inquietud compartida, pero él no lo confesaría. Sabía que la mitad del tiempo, ella hablaba más para sí que buscando ser escuchada. Sergei entró a la tienda. De manera meticulosa fue ubicando las trampas en la vitrina. “Son bombonas de oxígeno para la gente como Rut”, se repetía. Ambos estaban expuestos el uno al otro, de formas opuestas. Su conexión prescindía de explicaciones, era arbitraria y tácita, como si el ciclo de la naturaleza hiciese con ellos, su mínima y más sublime expresión. Aunque ni siquiera el oxígeno tuviese el mismo significado para ambos.