jueves, 1 de diciembre de 2016

La cacería del aire

Adelante, pasen y pónganse cómodos en este espacio 2.0. Hoy los acompañará una breve historia. Cuidado, está viva: siente y respira. Se explicará por sí sola. Quiere quedarse con ustedes como un pensamiento o un secreto compartido, como algo intrínseco, sin necesidad de intermediarios. Hace poco, me preguntaron qué escribí recientemente. La pregunta llegó a oídos de la anfitriona de turno, y se quejó. Sintió la necesidad de salir, de mostrarse y estirar sus palabras. Se entumecía en el silencio.
Para que pueda tomar la forma debida, toda historia necesita ser compartida. Lo mucho o poco que sepamos, se hace nada, cuando lo callamos.
¡Feliz lectura!

La cacería del aire

Limpió su frente con el torso de su mano. Días atrás la temperatura alcanzó los 40ºC, el aire se hacía denso e irrespirable. Tenía la franela pegada al cuerpo, los labios agietados, la vista nublada y su mente amenazaba con salirse de control. A Sergei le bastaban sus pensamientos para asfixiarlo. Hizo una mueca, el ambiente parecía exprimirlo hasta secarlo como una pasa.
Estaba en el ático, acompañado solo por las arañas que extendían afanosamente sus redes. Por lo demás, el minúsculo cuarto estaba impoluto, era el santuario al que nadie más tenía acceso. Sergei caminó hacia el ventanal frente a él. La madera crujió bajo sus pies desnudos. Apartó el rostro. Sonó el cronómetro del celular en las escaleras: eran las 2:00pm.
El sol atravesó el ventanal a sus espaldas. Colisionó contra los espejos de mano dispuestos a lo largo y ancho del ático. Cruzó una a una las diez lupas. Poco a poco, Sergei tomó una bocanada de aire. Contuvo la respiración, hasta que las explosiones resonaron como un chillido en sus oídos. Cerró los puños, esperaba esa reacción.
Contempló, casi en cámara lenta, cómo caían los restos de los globos desperdigados en la madera. Aquella visión constituía para él un placer personal, secreto y extraño. Se activó el par de mecanismos restantes; se vio un flash y cruzó la habitación el sonido sincronizado de envases cerrándose al vacío. Sergei exhaló, aún con el semblante tenso. Se acercó con cautela a la primera trampa. Era momento de evaluar los resultados de la cacería.
Alzó un envase al azar.
Tenía pigmentos que variaban entre azul rey y azul eléctrico. Asintió, aprobando esa apariencia. Su sonido era nítido, podía notarse su ritmo: era la mezcla de una gotera y un sollozo reprimido. Sergei cerró los ojos, la presa lo electrocutó. Estaba viva y se defendía. Él apretó los dientes. Se había confiado. Tras un tortuoso minuto, sintiendo la electricidad estremeciéndolo desde los huesos, cesó. Un segundo más, y sus dedos habrían cedido. Relajó los músculos. Allí cató a su presa. Era como un trozo de piña, lavada con un toque de sal y el azúcar apenas detectable. Por presas similares se resentía su lengua.
Hizo diminutas perforaciones en la trampa para ponderar el aroma. Aquello sorprendió a Sergei, tenía la fragancia de la grama recién cortada. Sergei se irguió. Dio un vistazo a la docena de envases, cada tanto se formaban figuras abstractas dentro de ellos y los golpeaban. Se estremecían. Por el contrario, Sergei sintió sus hombros ligeros. Sintió que recobraba el control de sus sentidos.
Sergei la observó casi por instinto. Sin consciencia plena. La descubría infraganti, abstraída frente a la vitrina. Detenerse y observar era regla profesional para Sergei. Apreció el ritmo en la respiración de ella. El mundo se le antojaba transparente, como si reclamase ser visto y deducido por sus ojos.
            ¿Quién conoce a quién? –masculló.
Ella volvió la mirada hacia él. En cuestión de segundos, siguió la dirección de su mirada.
 Tú respiras para vivir y vives para respirar. Mientras gente como yo, se cuestiona ¿cuál es su estado más puro, el aire o el contenido de los envases?
Era una inquietud compartida, pero él no lo confesaría. Sabía que la mitad del tiempo, ella hablaba más para sí que buscando ser escuchada. Sergei entró a la tienda. De manera meticulosa fue ubicando las trampas en la vitrina. “Son bombonas de oxígeno para la gente como Rut”, se repetía. Ambos estaban expuestos el uno al otro, de formas opuestas. Su conexión prescindía de explicaciones, era arbitraria y tácita, como si el ciclo de la naturaleza hiciese con ellos, su mínima y más sublime expresión. Aunque ni siquiera el oxígeno tuviese el mismo significado para ambos.

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