Suspiré mientras avanzaba con dificultad. Aquel sería mi último trabajo. Hice un mohín, mis labios estaban rotos y el sabor a hierro me recorría la garganta. Esa mañana recibí un ultimátum: cambiaba de oficio o me echarían a la calle. Crucé bajo las estalactitas. La casera me advirtió incontables veces en el pasado, pero ahora era diferente. A sus 60 años, buscaba recluirse de cuanto la rodeaba y la dominaba un afán tiránico.
Nunca dispuse de ahorros, mi trabajo me permitía a raso cubrir mis necesidades diarias. Por ello, en lugar de pagarle mensualmente, dividía el costo en su mínima expresión. Al alzarse el sol, era tan pobre como el pasto que crecía al otro lado de las montañas, como un recién nacido. Apreté los dientes, ante el aviso del frente "la cueva de los olvidados". Andaba con el viento golpeando mi cara, congelándola y propinándole arañazos. Sin oportunidad de acumular grasa, como hicieran los osos, parecía tan endeble como un rama cualquiera.
"Por quebrarse desde adentro", pensé. Aunque de ipso facto me avergoncé.
- ¡Qué bajo he caído! - lancé una reprimenda en voz alta contra mi derrotismo. Un murmullo atravesó mis oídos, me habían escuchado. Los alaridos estremecieron las estalactitas, golpeaban el piso con una precisión instintiva y febril.
- ¡¡Sal de aquí!! ¡¡Largooo...!!
- ¡¡No interrumpas nuestro descanso!!
- ¡¡Déjanos en paz, en nuestra muerte!!
Quise objetar. Quería defenderme y explicarme. Sin embargo, era tarde como de costumbre. Empuñaban piedras afiladas, fragmentos de hielo y vidrio que fueron arrojando contra mí. Actuaban como una manada atacando a un depredador, a un objetivo en común. Me protegí la cabeza con los brazos, me costaba respirar. Ni siquiera yo, estaba recuperada por completo de las agresiones del día anterior. Mi abrigo escondía mis numerosas costras, moretones, cortes y cicatrices. Mis facciones perdieron la gracia que, siquiera por piedad o lástima, me diese la naturaleza.
Me detuve en seco. Me estremecía por el frío. Hice un collage sobre ellos, necesitaba distraerlos. Cerré mi puño entorno a mi carga.
Giré sobre mis talones. Me encaminé hacía los laterales de la cueva, hacia ellos. Estaban apostados a ambos lados de la cueva. Su aspecto resultaba lastimero con su piel flácida, herida, sus rostros en una mueca de dolor y amargura. Lo más doloroso era verlos a los ojos; vacíos y muertos. Acerque la vela a escasos centímetros de uno. Gritó. Un segundo después, todos gritaban. Las piedras cayeron por el suelo.
Pensaban y sentían como uno. Confundían el dolor ajeno con el propio y viceversa. El olvidado empezó a manotear el aire, preso del pánico. "Lo siento" -me excusé-. "Están vivos, ¿cómo dejarlos abandonados, al margen?". Me acuclillé frente a él.
- ¿Me dejarías pasar? Alguien me espera. Está agonizando y necesito verlo -le supliqué.

- ¿Se... irá?
Acaricié su mano.
- Me iré. si me dejas pasar. La fuerza del viento me retenía en su territorio.
Tanteó mi mano. Luego palpó mi rostro.
- Eres... tú... eres... ¿cómo nosotros?
Asentí. Aunque no pudiese verme.
- Un día... quizás, pronto me una a ustedes -exclamé con la voz quebrada.
Hubo un instante de silencio.
- A... diós.
El resto de olvidados coreó su despedida. Ese gesto mínimo era el único calor que sentía desde el amanecer. El arremeter del viento amainó y proseguí a zancadas. Sentía los músculos de hierro por el esfuerzo. Fuertes, tensos y acalambrados todo en una dolorosa mezcla. Al salir de la cueva, el sol me cegó. Me asomé al borde del desfiladero. Vacié el fondo de mi cantimplora de un sorbo. El ron me hizo entrar en calor. Bajé las escaleras con cautela. Por un error de cálculo de los constructores, cada escalón era más estrecho de lo habitual. En los primeros años, ese tramo cobró incontables muertes. En especial de niños y ancianos. En la actualidad, no interesaba. Las muertes eran silencio, no importaban, no dolían, nadie las lloraba; allí no.
El ciudadano decente ni siquiera recordaba los entresijos del sector.
Mis pies resbalaron en los escalones, pero logré mantener el equilibrio. Recorrí el trayecto faltante, recordando a los hombres en la cueva. Estaban fuera de sí, a tal grado, que se hacían daño sin siquiera advertirlo. Sus cuerpos y mentes eran como telas remendadas, desgastadas al extremo. Bostecé. Alcé la vista al cielo. Estaba encapotado y apenas se notaban algunos rayos del sol. Sentí que se me enredaban los pies y casi pierdo mi carga. Caí en la nieve.
Traté de mantenerme despierta. Temblaba como una hoja. La taquicardia de minutos atrás fue disminuyendo... supe que estaba en peligro. Volqué mi atención en la vela, su llama oscilaba entre rojo, naranja y azul. Crecía y se disminuía...
La hice la tarde pasada. Agoté las migajas de paciencia de la casera en ello. Disolviendo el aditivo especial a fuego lento en la cocina. Acabando mi último molde y mecha en existencia, quería sentirme orgullosa. Cerrar el ciclo por lo alto. Los recuerdos me abrumaban. La voz de mi abuela con su rostro afable, me llamaba.
- Nunca las enciendas en público. Estas velas son especiales -dijo acercándome la que hicimos juntas, cuando me enseñó el oficio.
- ¿Puedo? -pregunté impaciente.
Se limitó a asentir,con una amplia sonrisa. Toqué con mis diminutos dedos pulgar e índice la mecha y, al apartarlos, una llamarada apareció ante nosotras. Sin desgastar la vela. Entonces, mi abuela tocó su pecho y pude verla; con su llama azulada brillaba en su interior.
- Así nos mantenemos a temperatura...
En ese momento aprendí qué eran los candeleros.
Abrí los ojos. Todavía resonaba en mis oídos la segunda advertencia de mi abuela. Una tetera humeaba a mi lado. Me revolví entre capas y capas de sábanas, confudida. Estaba bajo techo, al moverme se cayeron múltiples compresas. Sentí mi cuello, axilas e ingles tibias. Supe que había algo fuera de lugar, pero con el cuerpo entumecido me costaba pensar.
Reaccioné. Aparté con un ademán las mantas y salí de la cama, cuando entró a la habitación.
- Te marearás...
Me sujeté del borde de la cama. Estaba débil por el recorrido, sin mencionar que no había probado bocado en el día. Me senté en el piso, inmóvil.
- ¿Dónde está la vela? -le pregunté.
Él tocó su pecho.
- Como verás, aquí no... -la vela dentro de sí estaba por extinguirse. Vertió el té en una taza de porcelana. Era herencia familiar de las escasas posesiones de valor que tenía. Me la tendió humeante antes de sentarse en el piso conmigo.
Bebí en silencio.
- ¿Olvidé decírtelo? Un doctor no puede realizar una operación a corazón abierto, en sí mismo. Tráela.
Se levantó y fue por la vela, por mi carga. Mientras rellenaba mi taza con infusión y la vaciaba de nuevo. Necesitaba entrar en calor, la mezcla de infusiones era relajante sin que propiciase el sueño. Al entregármela, su expresión mutó al rozarme los dedos.
- ¿En qué momento... te has aclimatado así?
- Sin bisturí, operar sería difícil. Cierra los ojos -le sugerí.
Le costó hacerse la idea, a pesar de nuestra historia. Exhaló y cerró los ojos, relajándose tanto como le fue posible. Repitió el proceso una y otra vez. Por mi parte, inhalé con calma. Retuve el aire y exhalé hasta vaciar mis pulmones. Toqué mi pecho, justo debajo del cuello. Entonces, acerqué la vela a mi cuerpo. "Ahora", le susurré. La llama creció, se volvió azul por completo, con la mano izquierda extraje el cirio anterior y, en cuestión de segundos, introduje el nuevo. Su faz fue adaptándose, se hacía cálida y afable.
- ¿Cómo se siente? -quise comprobar.
- Vuelvo a sentirme yo.
- Debiste llamarme antes de caer en coma, ¿o querías unirte a los olvidados?
Absorbí con mis dedos, la parafina del cirio extraído. Él me observaba atónito. Sonreí, recordando la advertencia de mi abuela: "Solo se te permite absorber los restos de una vela usada por otro para alargar la duración de la propia. Si tu llama peligra, solo otro fanal podrá hacerte transfusión de fuego".
Esa noche cené con él, Niriel, me ofreció panquecas rebosantes de miel y chocolate caliente para beber. Comí sin preocuparme por el mañana, quizás, con el tiempo encontraría otra habitación. Bromeé con Niriel, el único doctor en las escarpadas montañas blancas y, posiblemente, mi último cliente. Mañana iniciaría otro día con sus propias preocupaciones. El cirio helicoidal brillaba en su cuerpo. Sonreí ante el calor que emana, supe que valió la pena ir tan lejos.