miércoles, 22 de febrero de 2017

La chica fanal

Suspiré mientras avanzaba con dificultad. Aquel sería mi último trabajo. Hice un mohín, mis labios estaban rotos y el sabor a hierro me recorría la garganta. Esa mañana recibí un ultimátum: cambiaba de oficio o me echarían a la calle. Crucé bajo las estalactitas. La casera me advirtió incontables veces en el pasado, pero ahora era diferente. A sus 60 años, buscaba recluirse de cuanto la rodeaba y la dominaba un afán tiránico.
Nunca dispuse de ahorros, mi trabajo me permitía a raso cubrir mis necesidades diarias. Por ello, en lugar de pagarle mensualmente, dividía el costo en su mínima expresión. Al alzarse el sol, era tan pobre como el pasto que crecía al otro lado de las montañas, como un recién nacido. Apreté los dientes, ante el aviso del frente "la cueva de los olvidados". Andaba con el viento golpeando mi cara, congelándola y propinándole arañazos. Sin oportunidad de acumular grasa, como hicieran los osos, parecía tan endeble como un rama cualquiera.
"Por quebrarse desde adentro", pensé. Aunque de ipso facto me avergoncé.
- ¡Qué bajo he caído! - lancé una reprimenda en voz alta contra mi derrotismo. Un murmullo atravesó mis oídos, me habían escuchado. Los alaridos estremecieron las estalactitas, golpeaban el piso con una precisión instintiva y febril.
- ¡¡Sal de aquí!! ¡¡Largooo...!!
- ¡¡No interrumpas nuestro descanso!!
- ¡¡Déjanos en paz, en nuestra muerte!!
Quise objetar. Quería defenderme y explicarme. Sin embargo, era tarde como de costumbre. Empuñaban piedras afiladas, fragmentos de hielo y vidrio que fueron arrojando contra mí. Actuaban como una manada atacando a un depredador, a un objetivo en común. Me protegí la cabeza con los brazos, me costaba respirar. Ni siquiera yo, estaba recuperada por completo de las agresiones del día anterior. Mi abrigo escondía mis numerosas costras, moretones, cortes y cicatrices. Mis facciones perdieron la gracia que, siquiera por piedad o lástima, me diese la naturaleza.
Me detuve en seco. Me estremecía por el frío. Hice un collage sobre ellos, necesitaba distraerlos. Cerré mi puño entorno a mi carga.
Giré sobre mis talones. Me encaminé hacía los laterales de la cueva, hacia ellos. Estaban apostados a ambos lados de la cueva. Su aspecto resultaba lastimero con su piel flácida, herida, sus rostros en una mueca de dolor y amargura. Lo más doloroso era verlos a los ojos; vacíos y muertos. Acerque la vela a escasos centímetros de uno. Gritó. Un segundo después, todos gritaban. Las piedras cayeron por el suelo.
Pensaban y sentían como uno. Confundían el dolor ajeno con el propio y viceversa. El olvidado empezó a manotear el aire, preso del pánico. "Lo siento" -me excusé-. "Están vivos, ¿cómo dejarlos abandonados, al margen?". Me acuclillé frente a él.
- ¿Me dejarías pasar? Alguien me espera. Está agonizando y necesito verlo -le supliqué.
Su grito se apagó de manera gradual. Ladeó la cabeza con sus largos cabellos enmarañados y su barba a mitad del torso. Separó lentamente los labios rotos, de su boca salió el vaho y el hedor de su aliento.
-   ¿Se... irá?
Acaricié su mano.
- Me iré. si me dejas pasar. La fuerza del viento me retenía en su territorio.
Tanteó mi mano. Luego palpó mi rostro.
- Eres... tú... eres... ¿cómo nosotros?
Asentí. Aunque no pudiese verme.
- Un día... quizás, pronto me una a ustedes -exclamé con la voz quebrada.
Hubo un instante de silencio.
- A... diós.
El resto de olvidados coreó su despedida. Ese gesto mínimo era el único calor que sentía desde el amanecer. El arremeter del viento amainó y proseguí a zancadas. Sentía los músculos de hierro por el esfuerzo. Fuertes, tensos y acalambrados todo en una dolorosa mezcla. Al salir de la cueva, el sol me cegó. Me asomé al borde del desfiladero. Vacié el fondo de mi cantimplora de un sorbo. El ron me hizo entrar en calor. Bajé las escaleras con cautela. Por un error de cálculo de los constructores, cada escalón era más estrecho de lo habitual. En los primeros años, ese tramo cobró incontables muertes. En especial de niños y ancianos. En la actualidad, no interesaba. Las muertes eran silencio, no importaban, no dolían, nadie las lloraba; allí no.
El ciudadano decente ni siquiera recordaba los entresijos del sector.
Mis pies resbalaron en los escalones, pero logré mantener el equilibrio. Recorrí el trayecto faltante, recordando a los hombres en la cueva. Estaban fuera de sí, a tal grado, que se hacían daño sin siquiera advertirlo. Sus cuerpos y mentes eran como telas remendadas, desgastadas al extremo. Bostecé. Alcé la vista al cielo. Estaba encapotado y apenas se notaban algunos rayos del sol. Sentí que se me enredaban los pies y casi pierdo mi carga. Caí en la nieve.
Traté de mantenerme despierta. Temblaba como una hoja. La taquicardia de minutos atrás fue disminuyendo... supe que estaba en peligro. Volqué mi atención en la vela, su llama oscilaba entre rojo, naranja y azul. Crecía y se disminuía...
La hice la tarde pasada. Agoté las migajas de paciencia de la casera en ello. Disolviendo el aditivo especial a fuego lento en la cocina. Acabando mi último molde y mecha en existencia, quería sentirme orgullosa. Cerrar el ciclo por lo alto. Los recuerdos me abrumaban. La voz de mi abuela con su rostro afable, me llamaba.
- Nunca las enciendas en público. Estas velas son especiales -dijo acercándome la que hicimos juntas, cuando me enseñó el oficio.
- ¿Puedo? -pregunté impaciente.
Se limitó a asentir,con una amplia sonrisa. Toqué con mis diminutos dedos pulgar e índice la mecha y, al apartarlos, una llamarada apareció ante nosotras. Sin desgastar la vela. Entonces, mi abuela tocó su pecho y pude verla; con su llama azulada brillaba en su interior.
- Así nos mantenemos a temperatura...
En ese momento aprendí qué eran los candeleros.
Abrí los ojos. Todavía resonaba en mis oídos la segunda advertencia de mi abuela. Una tetera humeaba a mi lado. Me revolví entre capas y capas de sábanas, confudida. Estaba bajo techo, al moverme se cayeron múltiples compresas. Sentí mi cuello, axilas e ingles tibias. Supe que había algo fuera de lugar, pero con el cuerpo entumecido me costaba pensar.
Reaccioné. Aparté con un ademán las mantas y salí de la cama, cuando entró a la habitación.
- Te marearás...
Me sujeté del borde de la cama. Estaba débil por el recorrido, sin mencionar que no había probado bocado en el día. Me senté en el piso, inmóvil.
- ¿Dónde está la vela? -le pregunté.
Él tocó su pecho.
- Como verás, aquí no... -la vela dentro de sí estaba por extinguirse. Vertió el té en una taza de porcelana. Era herencia familiar de las escasas posesiones de valor que tenía. Me la tendió humeante antes de sentarse en el piso conmigo.
Bebí en silencio.
- ¿Olvidé decírtelo? Un doctor no puede realizar una operación a corazón abierto, en sí mismo. Tráela.
Se levantó y fue por la vela, por mi carga. Mientras rellenaba mi taza con infusión y la vaciaba de nuevo. Necesitaba entrar en calor, la mezcla de infusiones era relajante sin que propiciase el sueño. Al entregármela, su expresión mutó al rozarme los dedos.
- ¿En qué momento... te has aclimatado así?
- Sin bisturí, operar sería difícil. Cierra los ojos -le sugerí.
Le costó hacerse la idea, a pesar de nuestra historia. Exhaló y cerró los ojos, relajándose tanto como le fue posible. Repitió el proceso una y otra vez. Por mi parte, inhalé con calma. Retuve el aire y exhalé hasta vaciar mis pulmones. Toqué mi pecho, justo debajo del cuello. Entonces, acerqué la vela a mi cuerpo. "Ahora", le susurré. La llama creció, se volvió azul por completo, con la mano izquierda extraje el cirio anterior y, en cuestión de segundos, introduje el nuevo. Su faz fue adaptándose, se hacía cálida y afable.
- ¿Cómo se siente? -quise comprobar.
- Vuelvo a sentirme yo.
- Debiste llamarme antes de caer en coma, ¿o querías unirte a los olvidados?
Absorbí con mis dedos, la parafina del cirio extraído. Él me observaba atónito. Sonreí, recordando la advertencia de mi abuela: "Solo se te permite absorber los restos de una vela usada por otro para alargar la duración de la propia. Si tu llama peligra, solo otro fanal podrá hacerte transfusión de fuego".
Esa noche cené con él, Niriel, me ofreció panquecas rebosantes de miel y chocolate caliente para beber. Comí sin preocuparme por el mañana, quizás, con el tiempo encontraría otra habitación. Bromeé con Niriel, el único doctor en las escarpadas montañas blancas y, posiblemente, mi último cliente. Mañana iniciaría otro día con sus propias preocupaciones. El cirio helicoidal brillaba en su cuerpo. Sonreí ante el calor que emana, supe que valió la pena ir tan lejos.

martes, 14 de febrero de 2017

Un carácter como el chocolate negro

Con el San Valentín en la boca y el sabor de chocolate en el paladar, traigo a colación que la vida tiene un ritmo propio. Tenía el post preparado para la fecha, pero lo dejé madurar un día más. Hoy le daré un giro a la estructura, e iniciaré con una advertencia. Las próximas líneas, no tienen ni tendrán censura. Parte del encanto de esta habitación virtual, reside en que es mía. La comparto, la abro al público y compartimos pensamientos en voz alta. Pero también existen momentos sin filtros, sin reservas y aspectos que no se negocian, ni se discuten. El chocolate negro es excelente para salud, pero amargo al paladar; este post es justo así.
Si te consideras susceptible, te alteras con facilidad u ofendes. Tendrás que presionar la equis en la esquina derecha y olvidar esta danza de palabras. Porque el carácter también viene sin anestesia y, en casa ajena, no se llega dando órdenes. Del resto, a los invitados, a los que decidan seguir adelante y no se sepan aludidos; disfruten el contenido inédito.
Creo en las personas.
Mi amiga catadora, me insistió en que esas personas necesitaban leer el material que hoy les presento. Confiaré en su buen juicio y en mi instinto. Sin más que agregar, aquí lo tienen, una carta abierta:
Botón de reseteo

Busco entre los escombros todo cuanto fuiste. Busco la piel que se te cayó, cuando dejaste de sentirla. Perdiste el tacto y tu cuerpo se hizo Dama de Hierro, tortura sin fin. Te busco, aunque no diferencies entre el día o la noche, porque en tus pupilas se guarecen las sombras.
            Te busco porque te abandonaste a mitad del recorrido, porque dices no poder contigo. Porque te pesan cual yugo, tus vacíos. Vacíos tan profundos que te rompieron como en un intento de conectarte con tus pasos frenéticos, con la tierra que pisas, con el lugar que ocupas y llenas. Tus pasos son andar de kamikaze, frente al precipicio de una soledad que erigiste desde sus cimientos.
            Voy tras tu pista. Aunque mi corazón sea la diana de tus dardos envenenados y homicidas. Aunque no quieras verme, porque mi presencia dinamite tus muros de egos y aislamientos apilados. Aunque me rehúyas porque soy amenaza. Entre silencios, entre palabras, solo mi respiración se te hace amarga ante el sinfín de denuncias y recordatorios que simboliza. Te busco aunque suene a autodestrucción. Te busco sin importarme ser pacifista en la vanguardia de tu guerra, caminando entre tus trampas.
            Tengo que seguir. Si mis pies se detienen, los tuyos no tendrán retorno. Gritas poseída por tus penas, doblegada por tus guerras, que te abandone en la fosa que cavaste no para tu cadáver; inerte. Sino para tus ojos fríos, como témpanos que hunden esperanzas. Te niegas a entender que gaste mi tiempo en ti, que se me consuma la vida siendo el último recurso de la tuya.
            Hipotequé mi vida para comprarte tiempo. ¡Ah, vida, cuatro letras en que se derrama cuanto somos y seremos! Cuatro letras que contienen lo incontenible, que simplifican el parpadeo de nuestra presencia en una película infinita.
            Haz prendido fuego a tu pasado. Emborrachaste a tu memoria para que deambulase sin sentidos, sin nexos, entre ruinas carentes de caminos. Cediste ante el impulso pirómano hasta dejar en cenizas cada trozo de ti. Tiemblas de pies a cabeza, como torre que se desmorona, mientras gritas que esta terquedad es incompatible con el amor.
            El abandono es el incompatible.
            Deliras esperando soluciones, cuando la solución tiene cuatro letras y es el único motivo común: de lo auténticamente memorable. Acá estoy. En tu zona de guerra, ante tu piedad mutilada y la sed de sangre en tus labios. Tu estado de aturdimiento es tal, que quieres perforar con balas de salvajismo, los pulmones que quieren prestarte su oxígeno.
            Tus sentidos permanecen alterados, sigues de pie, sin reconocerme. Soy tu botón de reseteo. Tu vuelta atrás, hacia lo que realmente importa. Hacia el pensamiento que te sacaba de la cama y te hacía enfrentar al mundo. Soy la última esperanza que te dejaste. La última en renunciar. La última en doblegarse o partir. La dejaste aquí, entre mi alma y mi empecinamiento, anidando en mi complejo de ave fénix. Tu nuevo entorno suelta los perros y los lobos hambrientos que han de acabar, con este agente externo que desestabiliza una realidad contaminada y ladeada como la torre de Pisa.
            No vaya a ser que reacciones, que vuelvas en ti. No vaya a ser que recuerdes, que soy cuanto dejaste en mí. No vaya a ser, que tu alma despierte y se descubra inmersa en las dimensiones de este amor. Crudo, con la piel expuesta y el miedo perdido. Crudo porque no se mide, porque se dona y empeña en su eterna apuesta por ti. Ahora soy quien grita. Quien te suplica que abras los ojos, que despiertes de tu coma inducida y sostenida. Burlaré tus sueños y tu estado de inconsciencia. Atravesaré las minas de quien me pinta como agente cancerígeno, para entregarte lo que rescaté del polvo.
            Ese afán de preservación y heroísmo que te distinguió. Ese gen tuyo, que te hizo creer inmortal, que te hizo mochilera de alma y sinónimo de una especie entera. Aquella convicción que te lanzó a reforestar sabanas en ojos desérticos. A construir en vidas ajenas techos a dos aguas para cuando las lluvias arreciaran. Sacaste a tantos y tantos del polvo de la conmiseración y la autocompasión. Tú, que enfrentaste las víboras de las murmuraciones por cortar relaciones tan malsanas, como opresivas. Tú, que cambiabas de nacionalidad y emigrabas haciendo en el planeta la repartición de tus amores.
            Tú, que te olvidas. Tú, que te desechas y reniegas como el error más sórdido. Tú, que has defendido las causas más nobles y sufrido como propias las miserias ajenas, hasta llorar por ellas. Tú... ahora te devoras, en un canibalismo sin explicación real y con incontables adeptos.
            Mírame. Mírame, te lo exijo. Mírame y dejemos las consideraciones para luego. Porque soy el último segundo que le queda a tu cuenta regresiva, tras de mí, marcha el caos. Marcha la desesperación y la angustia. Desfila cuanto combatiste, y derrotaste en incontables ocasiones, viene a reclamarte; como se reclama un cuerpo en la morgue... o un trofeo. Reacciona. Actúa. Porque si me consumo, se marchitará tu recuerdo. Seremos parte del olvido.
            Seremos nada. Nadie guardará memoria de nosotros, seremos menos que un sueño, que un susurro. Si yo parto, si llego a cero, mi hermosa humanidad, te habrás extinguido. Habrás sido reemplazada por criaturas que llevan tu apellido, que ciñen tu figura y te deshonran; te profanan.
            ¿Lo notas? Hemos atravesado esto antes, juntos. El olvido se disuelve cuando toca tu memoria. Vengo a darte cuanto recibí de ti. Cuando llovió cenizas, me hablaste del amanecer que vendría. El hollín cubre tus facciones y tiñe tu presente, sin embargo, conozco cada detalle de la anatomía que te guardas. Hice de mi alma, la caja fuerte de tu esencia. No vomites tu ser, toma mi mano y devuelve el tiempo. Un ademán basta para que se destraben los mecanismos de las épocas.
            ¡Levántate como la aurora, hermosa humanidad!
            ¡Late en el corazón de tus hijos! ¡Recobra tu antigua dignidad!

jueves, 9 de febrero de 2017

¿Qué somos para nuestra comunidad?

En oportunidades, nuestra mente es un hervidero de ideas, un cosquilleo que nos empuja a mantenernos en movimiento: ocupados. Tras días de intensa actividad, hecha con pasión, la quietud puede incomodarnos.
Haciendo zapping me encontré con "El escritor de cartas", mientras avanzaba el filme comprendí la diferencia tan gran que marca la disposición. No todo es cuestión de estar capacitados o tener conocimientos, sino de la disposición de construir algo partiendo de ello. Sin embargo, construir de manera convulsa sería similar a comer sin estómago; un sinsentido. En el citado largometraje, Sam tuvo los ojos abiertos a las necesidades de su entorno. Aunque hay cierto elemento aleatorio, justo así se denota que tenemos más en lo común de lo que quisiéramos reconocer.
Me sentí interpelada por la sed que movía a Sam a bendecir vidas. Encontró el culmen de la felicidad siendo un rostro sin nombre, o viceversa, para quienes bendecía. No realizó su "pequeña" labor yéndose a un organismo internacional, ni siendo parte de uno, ni a otro país; sino en los más cercanos. En aquellos que podía aproximarse en el parque, en el centro, en una tienda a escasas cuadras. Entonces, me cuestiono, ¿qué somos para nuestra comunidad?
No me refiero a una búsqueda absurda de reconocimiento, sino a sentirnos injertos en la sociedad, en ese pequeño tramo en que nos desenvolvemos. ¿Nutrimos nuestros ambientes? ¿Bendecimos vidas?
Profundicemos con ayuda de la RAE en el concepto de bendición; tratándose de una "cosa excelente o muy beneficiosa". Ser una bendición, por ende, no implicaría hacernos todos bomberos y salvar vidas de las llamas. Aunque ello sería heroico, es poco factible. Si solo hubiese bomberos, ¿quién atendería las heridas de los afectados? Podría continuar con un largo y extenuante etcétera, pero es innecesario.
Es cuestión de estar dispuestos a bendecir a otros, a ser culpables de su alegría. Hay un exceso de depresión en nuestros tiempos, las malas noticias se suceden rivalizando con "Una serie de eventos desafortunados" y escapan de nuestras manos. Honrando una de las constantes acá, les comparto una frase que escuché en una telenovela; "enfrenta el mundo siempre cambiante, con aquello que nunca cambia en ti".
Entonces, ¿para quién te harás una bendición?

martes, 7 de febrero de 2017

Creatividad: germen de esperanza

Hay pequeños sucesos que van definiéndonos milímetro a milímetro. Recientemente, me dijeron algo que tomé muy personal: "la creatividad es signo de esperanza". Sentí tal trasfondo y profundidad en ello, que quiero hacerlo mi firma. Era necesario dedicarle un post al proceso de desmenuzar sus implicaciones.
¿Han escuchado que las mujeres podemos recordar con pasmosa facilidad lo que nos dicen? Alrededor de seis meses atrás, un amigo me mostró la hondura de su humildad al decir que "comparte todo cuanto sabe". Estoy convencida que pensamientos y actitudes similares son parteaguas en una sociedad que nos provoca e induce un ensimismamiento constante. Si la creatividad es signo de esperanza, los creativos son lumbreras de a pie. La creatividad es la incubadora de la innovación, convierte el desastre en oportunidad y es hermana de la versatilidad. Ella nos permite patear la calle, nos sitúa en el ahora, en los recursos con que disponemos. Alejándonos del eterno "si tuviera...".
Me temo que con la creatividad se repite el fenómeno social de la poesía; tenemos un chip de que solo un puñado de personas pueden vivirla. El resto somos comunes, incapacitados para entenderlas, ante esa minoría anómala y exquisita. Es una bonita excusa..., y las excusa nos comen vivos. El creativo es un individuo que constantemente se cuestiona "¿cómo lo hago?"- Tiene un objetivo, tiene una dirección, solo le resta el cómo llegar allí. Calcula y sopesa una a una las posibilidades hasta dar con aquella que le satisfaga. Su rutina es el experimento, fallar es solo descartar una que otra opción; nunca significa cambiar la meta o el propósito.
Dado el escueto perfil de una persona creativa, retomemos la figura de la lumbrera de a pie. Venezuela es un país de lumbreras transeúntes. Se evidencia en la proliferación del emprendimiento. Se evidencia en múltiples niveles y formas. Acá recuerdo palabras de Édgar Ramírez, que calzan en este contexto, "los venezolanos somos un gentilicio de luz". Así como el perro será canino esté aquí o en la luna, los venezolanos serán germen de luz y creatividad allá donde vayan. Irán transmitiendo, no lo que tienen o el tiempo que les ha tocado vivir, sino lo que son. Lo harán al punto de producir escalofríos en quienes los rodeen. Aquella luz no la extinguirá ni siquiera el éxodo masivo de nuestros hermanos, sino que se propagará por el mundo entero en un sinfín de lenguas y disciplinas.
Siendo la creatividad signo de esperanza; somos esperanza aunque nos cueste creerlo. ¿La irradiamos?, ese es el desafío, La esperanza halla el cómo, se filtra por cualquier resquicio. No entiende ni acepta un "no" como respuesta, si le cierran puertas y ventanas, hace las propias. Se hará alas de plumas de paloma y cera, si fuese necesario.
Entonces, ¿nos permitimos emanar tal luz?