miércoles, 29 de marzo de 2017

La silueta de la ausencia

Era un deporte extremo entrar a la ciudad; ir a cualquier espacio público.
Caminaba por los pasillos con aire de naturalidad, de desenfado. Revisaba los víveres aquí y allá; estaban putrefactos, como era de esperar. El hedor de cada espacio me provocaba nauseas, que meses atrás serían incontenibles. Seguí andando, intentando "desenterrar" algo siquiera comestible. Perdía la paciencia, estaba irritable y lo sabía.
Al primer momento, me sumí en la negación.
Mi huerto fue devastado. Cada fruta, cada hortaliza, cada pequeño tramo trabajado por meses: hecho trizas. Observaba la tierra que cultivé pisoteada. Había restos de aguacates, cebollas, plantas medicinales, perejil, cilantro y mucho más: destruido. Sentía la furia en aquel caos. La furia de quien arremetió contra ello. No lloré. No derramé ni una lágrima. Era tan arrolladora la impotencia que me embargó, que incluso hablar parecía un acto sobrehumano.
Sentía mi sangre bullir en mis venas.
Fue ese incidente, ese acto de fragante vandalismo, el que me orilló a adrentrarme en el supermercado local. Un ruido seco perforó mis oídos y rompió mi ensimismamiento. Me erguí, alterada. Todavía tenía una papa podrida en la mano. La deje caer, mientras observaba el carrito de compras a mi lado. Las ruedas aún giraban, su cesta metálica se estremecía. Abolló el mesón frente a mí. Los productos rodaban por el suelo, mugriento y fétido.
- Nos reservamos el derecho de admisión -me gritó. Era uno de mis vecinos.
Me giré con calma en su dirección.
- ¿Ah sí? -exclamé impávida. La sorpresa era tema pasado.
- ¡¡Fuera!! -bramó irguiéndose cuan alto era.
Me apoyé en el mesón deformado, relajada y regia. Encontraba una similitud tras otra con una bestia salvaje. Un oso sobre sus patas traseras, precisé un segundo después.
- Es curioso -repuse con calma y voz moderada-, yo también me reservo el derecho de admisión en mi propiedad. ¿Hablamos de quién rompió qué? -pregunté con perspicacia.
Nos separaban dos metros.
La misma distancia que guardaba la decena de observadores irritados.
Acaricié los bordes de mi capucha, mientras él vacilaba. Uno, dos, tres, cuatro. Fue la cantidad de golpes que recibí en la espalda, legumbres seguramente. Permanecí inmóvil.
- ¿Entonces? -le apremié.
Escupió a mis pies.
- Tomaré eso como un no -me incorporé-. Si no quieren que los visite, no entren a mi huerto... -advertí.
Sus figuras eran de sombra. Ni siquiera ellos podían verse con claridad. Allí, en la ciudad, no amanecía. Los reconocía por sus voces, ademanes y, en ocasiones, por sus pasos. Precisar porqué me reconocían ellos, eso era más complejo.
Caminé entre ellos, se apartaron. Les producía el mismo asco, que los productos del supermercado y el ambiente en general a mí. Eran nitroglicerinas vivientes.
- Me llevaré esto -exclamé al cajero poniendo en la cinta transportadora utensilios de jardinería.
Retrocedió. Hasta alejarse varios metros.
- ¡Solo sal de aquí! -vociferó.
Dejé el dinero por los enseres, guardé las compras en mi bolsa y salí.
Taconeé durante el camino de regreso. Vivía en la zona más alta del lugar, la más apartada. Era necesario recorrer cerca de 20 kilómetros entre el centro de la ciudad y mi casa. Me descalcé y tomé los zapatos en mano, cuando restaba el último kilómetro.
El camino de piedra que daba a la casa hería mis pies cubiertos de ampollas.
Vertí agua en un recipiente y le añadí hielo, antes de sumergir los pies.
Sentada en la cama. Cogí una aguja, la desinfecté y fui pinchando una a una las ampollas, sin prisa. Observé cómo se vacían de líquido, mientras pensaba lo inútil de mi excursión a la ciudad. Tenía el cuerpo adolorido, tenía espasmos por el esfuerzo. Fue inútil. Dejé caer el torso en la cama. El ventilador de techo giraba sobre mi cabeza, como mis pensamientos giraban en torno a un hecho. No cenaría aquella noche.
El cansancio fue mi anestesia.
- Si tan solo hubiesen dejado en paz mis reservas -suspiré. Era un caso extremo, se hizo evidente y abrumador cuando hilé el pensamiento.
Me era indispensable cultivar mi comida. Cuanto se producía en el pueblo, Néboa, era mortífero para mí. Sin cosecha, sin reservas, solo podía esperar la muerte.
El cantar de las aves me despertó.
Amaneció. El sol se filtraba por la ventana de la habitación, bañándola con un matiz dorado. Era hermoso, era contradictorio, desencajaba con mis grises circunstancias. Era mi espectáculo privado, a Néboa no llegaba la luz. Los rayos de sol entraban a mi hogar, pero a medida que se
avanzaba hacia el pueblo iban minimizándose. Era como si hubiese una puerta invisible que mantuviese a la luz afuera, al margen.
Me incorporé, confundida. Esperaba que la muerte llegase como el único consuelo posible, como un abrazo, como una gota de miel. Salí de la cama entre bostezos. Caminé hasta la cocina. Abrí una a una las puertas de la alacena. Me senté en el mesón con la última taza de café negro en la mano.  Aspiré su olor, quería que me embargase. Estaba vacía. No era nada halagüeño el panorama. Saboreé lentamente cada sorbo del café.
Fui al jardín. Removí la piedra que servía de escalón para acceder a la casa. Ocultaba una trampilla. Extraje la caja de madera. Levanté la botella que contenía; la miel solo alcanzaría para dos cucharadas.
Vertí la miel en la cuchara. La saboreé, era insuficiente para una última cena. Si marchaba a Néboa, me descompensaría en el trayecto. Empezaba a sentir los mareos y la vista nublada. Era la interrupción abrupta de una historia.
Me harté.
Nada podía esperar de la ciudad. En casa, agoté las últimas alternativas. Tendría que bajar por el desfiladero hasta el mar. Me levanté de ipso facto, sin dejar espacio para las reflexiones. Si lo pensaba demasiado, le encontraría alguna falla al plan, o peor, descubriría la magnitud del riesgo que asumía. Tomé una cesta grande. Cambié mi ropa por una más ligera y cómoda. Lancé mi abrigo y mi toalla en la cesta. Alcé mis zapatos, aún tenían sangre pegada a los bordes y la horma. Me los calcé, mientras me convencía de que era "normal". Llené un botella grande de agua para el camino de ida.
- Y regreso... -me corregí tras un minuto. Regresaría, me dije.
El estrecho camino hacia el mar iniciaba a escasos metros de la casa. Al dar los primeros pasos, me acobardé. Me sentí rodeada por la muerte, sentía que las opciones se me acababan, que me faltaba el aire. Negué con la cabeza. Era cuestión de voluntad, tenía que verlo y repetirlo durante el trayecto. Saqué el abrigo de la cesta y me lo ceñí. La brisa salada me calaría hasta las huesos antes de tocar la arena. Sujeté la canasta sobre mi cabeza y pisé firme mientras reemprendía la marcha.
Tenía cinco años siendo parte de aquel lugar. Siempre al margen de Néboa, como mi predecesor. Era un rol bastante particular el suyo, el que heredé. Cuando me marché de mi tierra natal... "Ah, mi terruño", pensé. Una localidad pequeña bañada por el sol y mecida por el vaivén de las olas. Allí era difícil, casi imposible, diferenciar si el calor era cosa del sol o la afabilidad de su gente. A los escasos minutos de salir de la ducha, volvías a estar bañado: en sudor. Todos terminábamos en el mar, como hipnotizados por esa masa azul de voz cantarina y sutil.
Me estremecí por el crepitar de las olas, cien metros por debajo de mí. Caminaba con sigilo, con los músculos agarrotados. Había andado un largo trecho, con la mente en el pasado y el frío en los huesos.
Era historia patria lo sucedido. A mi predecesor se le marchitaba la vida, como a una flor que nació contra todo pronóstico en el desierto, era necesario un sustituto. Mi población era gente inmersa en el mar y el calor, gente que contaba las horas para que saliese el sol. Aunque este, a ratos, pudiese asfixiar hasta los pensamientos. Aprovechábamos la noche, su frescor, su sosiego, pero sin aferrarnos a ella.
Contuve el impulso de volver la vista a Néboa. Éramos distintos.
Accedí a ser "transplantada". Pocas cosas eran tan necesarias -y extrañas en mi maleta-, como un neceser de semillas. Claro, las advertencias sobre la comida venenosa fueron alarmantes, pero accedí. La casa de mi predecesor, mi actual hogar, era lo más parecido al anterior. Lo más fiel a la tierra que abandoné.
Terminé el recorrido sin notarlo. Los recuerdos empañaron mi mirada, me mantuvieron caminando. Entre suspiros, añoranzas y sorbos de soledad, sorteé los embates del viento marino que, en el último tramo, me sacó la capucha. Dejé caer la cesta en la arena, esa alfombra dorada que masajeaba mis pies adoloridos. El firmamento se cubrió de nubes, parecía un niño envuelto en gruesas sábanas oscuras que se protegía del frío. Me interné unos metros en el mar.
Tras horas de penoso esfuerzo, a escasa luz, saqué unos pocos peces. Los solté en la cesta y me dejé caer en la alfombra de arena. Jadeaba, me costaba incluso respirar. Cerré los ojos, quería descansar un poco.
- Señorita... estás despier... -me despabilé, como quien se despierta de una pesadilla.
Tomé un puñado de arena y lo lancé a sus ojos, mientras retrocedía como un animal herido. Estaba a la defensiva, en cunclillas con la adrenalina en tropel por las venas. El hombre lloraba hasta que otro le vació una botella de agua sobre los ojos. El segundo se había bajado de un pequeño bote de remos. Me incorporé, eran viajeros; no lugareños.
Ahora lo veía, ahora estaba consciente.
Di zancadas hacia ellos, haciendo un mohín por el dolor sin tregua.
- ¿Estás bien? -le pregunté-. Pensé que eras del pueblo, me disculpo por mi reacción.
El hombre de pie junto al otro me observó en silencio. El afectado parecía hilar lo sucedido, tenía la confusión en el semblante.
Parpadeo varias veces, hasta que recuperó la visibilidad por completo.
- Estábamos perdidos en altamar desde hace tres días, con 50 hombres a bordo pensamos que moriríamos de inanición -contó sin mirarme. Ambos barrían el entorno con la vista, parecían buscar algo-. ¿Dónde está la señal? -le preguntó al otro.
El aludido negó con la testa, con semblante reflexivo.
-¿Qué señal? -les interrogué.
Por un momento, parece que los dos olvidaron mi existencia.
- Como le comentó mi compañero, teníamos días perdidos en altamar. Somos comerciantes -dijo, a modo de explicación. Este hablaba de manera más informal, aunque estaba igual de distraído que el primero-. Al principio una tormenta, y luego unas embarcaciones de vándalos nos obligaron a desviarnos. Sin embargo, hace horas vimos una señal en esta dirección y la seguimos.
Me senté frente a ellos. Enhebrando su historia, su extrañeza me resultó contagiosa.
- El viejo de nuestro barco, recordó una leyenda popular. Cuenta que por estas aguas, aparece una señal a ratos, que ayuda a los perdidos -relató el primer hombre.
- No le creeríamos, si ese viejo no tuviese fama de escéptico -siguió el otro-. Sin embargo, el anciano agregó después, con aire de confidencia, que él mismo sobrevivió tres años antes por la señal de esta tierra... -terminó con tono abstraído.
¿Tres años antes?, intenté hacer memoria. Mientras miraba los pescados en la cesta. Cada uno estaba ensimismado, por eso, ninguno escuchó los pasos.
Se acercó a nosotros, mientras en el firmamento se disipaba el manto de nubes. Entre el aleteo de pelícanos que se zambullían y se hacían de una buena presa, sin esfuerzo, sin dificultad. Les envidié por esos dotes que la naturaleza les sirvió tan caritativa, a manos llenas.
- ¡¡¡Aura!!! -exclamó tendiendo los brazos hacia mí.
Las emociones hacen con nosotros lo que quieren, engrandecen o minimizan nuestras tragedias y caos internos. Solo así explico que, en un tris, me arrojé a abrazarlo. Como si fuese el más entrañable y anhelado pariente.
- Estás tan bonita -dijo besándome la frente con desmedida ternura.
- ¿Se conocen? -la pregunta rompió aquella burbuja de paz que produjo el reencuentro. Los hombres en la arena nos miraban desconcertados.
- Esta muchacha, Aura, es la señal que les conté. Es la que salva a gente perdida en el mar y los conduce a las orillas...
Los ojos de los otros salieron de sus órbitas.
No me gustaban los incrédulos. Menos aún que desconfiaran de mis amigos. Sí, aún tenía amigos repartidos por lugares que nunca vería.
- No tengo mucho que ofrecerles esta vez, Domingo -me excusé con mi anciano amigo, mientras recogía la cesta. Los pelícanos querían hacerse con mi pesca y empezaban a rondarla-. Pero puedo acogerlos en casa, mientras estudian los daños y qué tan lejos están de su destino.
- Podemos ir al pueblo más cercano... -sugirió el sujeto al que ataqué con la arena minutos atrás.
Clavé la mirada en mis pies descalzos y heridos.
Domingo le dio un coscorrón en el acto. Era anciano, pero tenía un carácter fuerte.
- Acá no hay posadas -señaló con un ademán primero la costa y luego el desfiladero-. Hace siglos mataron a la gente que habitaba el lugar. A muchos los tiraron de los riscos para que se hiciesen pedazos... -le toqué el hombro antes que continuara. Él calló por un instante-. Hay un pueblo -dijo con tristeza.
Alcé la testa y me volví hacia los extraños. Sentía vergüenza de lo que iba a confesarles.
- Se llama Néboa, el pueblo. Extranjero que entre, es asesinado -quedaron petrificados-. El único sitio que suelen evitar... es mi hogar.
Hubo un minuto de silencio. Domingo recogió mis zapatos, y me calcé sin pronunciar palabra.
- ¿Por qué respetan tu vida? -inquirió uno de los marineros.
- Por esto... -exclamé escuetamente, mientras dejaba a un lado la cesta y caía sobre la arena mi abrigo, que había rozado hasta mis tobillos.
Los tres hombres protegieron sus ojos con las manos. Se protegían de la luz.
Cuenta una leyenda que en una isla, que los marineros y exploradores han decidido borrar de los mapas, hay una población hostil. Sus habitantes llevados por los más bajos y recalcitrantes instintos planifican en conjunto la muerte de los extranjeros que pisan sus tierras. Rodeada por aguas traslúcidas, bordeada por el canto de las aves y visitada por pelícanos o gaviotas, permanece alejada de la sociedad. Aquel paraje sumido en las sombras, en que reina la desesperación y donde el sol no penetra; existe una señal.
La misma que han visto por décadas y décadas, por un siglo u otro, comerciantes, exploradores y marineros, los ha rescatado de una muerte lenta. De la muerte que empieza por el abandono a sí mismos y, sigue, por la inanición. Hombres escépticos la cuentan a hijos, a nietos y a quien quiera escucharla, antes de abandonar puerto. No hace diferencia si resplandece el sol en lo alto del firmamento o las nubes cubren el cielo, sin que se diferencie el día de la noche. Una luz centellea en el puerto. En la bahía o en lo alto del desfiladero. No, no es un faro. A medida que te acercas a la luz, cuentan los dos hombres entrados en años con la piel erizada (como cada vez que hablan del tema), diferencias una figura.
- Verás una silueta, la silueta de una mujer...
- ¿Cómo es? -pregunta el que está pronto a embarcarse.
- Tiene un rostro y una mirada infinitamente triste. Piel blanca como la nieve, pues el sol se aloja de manera particular en ella...
- Melena larga y achocolatada, labios rojos como trinitarias...y una extraña dignidad, con perfume a sobreviviente.
- ¿Se enamoraron de ella? -pregunta con jocosidad el viajero.
- Te enamoras de lo que huele a vida, cuando cruzas un cementerio como aquel -terció un hombre anciano, que se movía con dificultad.
- ¿Dices lo del cementerio por el pueblo, viejo?
- La muchacha es la única luz que hiere a esa oscuridad, es la única que franquea sus fronteras. Allí se elevan los muros, cada habitante está definido por la silueta de la ausencia; un lugar donde el sol no llega.
El viajero alzó su equipaje y se despidió de los otros. Mientras rezaba en murmullos que, si se perdía, diese con esa señal. Fuese acogido por la muchacha, en lugar de ser descubierto por la cruenta comunidad. Se embarcó, si saber que la leyenda se eternizó como el rumor del mar.
A kilómetros de allí, una muchacha de piel lozana y una tristeza profunda como el mismo océano, miraba al horizonte. Tomaba su café con lentitud, mientras escrutaba las lejanías, alerta. Alerta por si algún barco naufragaba, por si alguien necesitaba una señal para sobrevivir.





sábado, 25 de marzo de 2017

Personas analgésicas

Estaba en el rincón más apartado del pueblo. Allí, donde la mayoría no miraba. Donde a los niños les prohibían jugar, un sector en que la realidad se reinventaba, se transfiguraba. Estiré mis piernas, mientras me dejaba invadir por el calor que expelía el termo. Estaba en El Reservorio. La gente hablaba del lugar, como se habla del amor. La verdad, aún no están claros sobre qué opinar, pero todos tienen algo que decir al respecto.
Exhalé, vaciando mis pulmones tanto como pude. Ese era mi hábitat. Convivíamos solo 27 especímenes. Bebí un largo sorbo de chocolate. De ellos 15 eran cachorros, los miré corretear como si tuviesen corriente en las venas en lugar de sangre. Otros 7 eran vejestorios, formaban nuestro consejo y tenían como misión proteger a los críos. Solo restábamos cinco.
El sonido de una campana retumbó entre las copas de los árboles. Los cachorros se detuvieron en seco. Volvieron la vista, como si fueran uno, a los ancianos que observaban sus travesuras. Cada vejestorio le hizo señas al grupo, que se dispersó con la diligencia y presteza que se esperaría dentro de un hormiguero.
Las risas, la alegría, la vivacidad en pleno apogeo se desgarró como una tela vieja. Estiré mis extremidades, así como mi cuello y mis dedos. Con una nueva exhalación, boté el aire, se terminó nuestro descanso. Me subí, sin esfuerzo, al alfeizar de la ventana. César y Vanessa habían tocado tierra ya, dejando sus casas de madera entre los árboles. Héctor y Selene estaban en horas extras. Pateé el balde de metal, abollado y marcado de óxido; el mío era el más deteriorado.
Saltó al vació, mientras yo hacía lo propio y me encaramaba en la caja de madera, que fungía de ascensor. Al bajarme, sentí en la nuca la mirada de los críos, estaban espiando con las puertas entrecerradas. Era innecesario voltearse, conocía sus expresiones. Las preguntas escondidas en sus ojos.
Llegué de última a la puerta; era un mal hábito.
César chasqueó la lengua, mientras Vanessa se encogió de hombros al verme. Vanessa estaba apenada.
- Parece que quieren matarte antes de tiempo -exclamó él, con el hastío en la voz.
Vanessa le propinó un pisotón. César enmudeció de dolor.
- Sabes que exagera... -dijo ella a manera de disculpa.
Desvié la mirada. Ambas estábamos conscientes de su "mentira piadosa". En El Reservorio, todos teníamos una vida útil. Éramos como una batería que se desgasta, como un pozo que se seca. Por eso, vivíamos aislados. Nacíamos y crecíamos allí, luego, nuestro hogar sería el basurero en que nos consumiríamos.
- Nos vemos al rato... -fue lo único que respondí. Empujé la puerta de metal, que chirrió con sus bisagras oxidadas y sus cinco metros de altura. El viento golpeó mi cara. Estremeció el aviso que rezaba "Peligro. Prohibido el paso" que se vislumbraba a un kilómetro de distancia.
La puerta se cerró con estrépito a mis espaldas. Solo salía una persona por vez. Incluso si El Reservorio se incendiase, solo se salvaría uno de nosotros; y tendríamos que elegir. El mundo pareció vibrar ante el estrépito.
- Es una alarma -anunció con ademán reflexivo la persona delante de mí.
Asentí. Adopté una actitud silente, mientras trenzaba mi largo cabello castaño. Avancé, sin mirarla.
Volqué mi atención en mi melena. mientras recordaba los trabajos de la semana. Apenas había probado bocado. Tuve fiebre que me llevó a delirar, seguida por una fuerte deshidratación. Reconocí su voz; era la quinta vez en el mes que me solicitaba.
Paré en seco.
Interpuso su brazo frente a mi cara. Suspiré, por eso, se me consumía la vida: tenía marcas delgadas y rojas a la altura de sus muñecas. Al principio, se me erizaba la piel. Mi cuerpo casi se retorcía ante esas imágenes y me llevaba días recuperar un poco de calma. Al principio.
Saqué mis dedos de entre mis cabellos. Pasé la yema de cada uno, sobre esas líneas carmesí, mientras mordía mis labios.
- Sangras -dijo ella.
Aborrecía pocas cosas. Una de esas excepciones, era el sabor y el olor a sangre. me provocaba repulsión, aunque entrase en contacto con ella frecuentemente. Era como un pez con una alergia crónica al agua.
Dejé caer las manos; y seguí de largo. Caminaba sin prisa, sintiendo el tiempo. Habría pocas personas en las calles; era una consulta privada. Desde hacía años, el sistema sufrió modificaciones. A la gente no le gusta revelar sus cicatrices en público, los hace demasiados humanos. Las decisiones arbitrarias que se tomaron en aquel entonces, repercutieron sin misericordia en nosotros. Perdí el equilibrio, empezaba a marearme.
Contuve un grito. Había hundido sus uñas en mi hombro izquierdo y, posteriormente, me haló hacía atrás.
- ¡¡Eres mi analgésico!! ¡No me ignores!
Fue relajando mis músculos. Me sentía como un rápido, que podría arrastrarla, si continuaba con sus arrebatos. Cerré los ojos por un largo minuto. Con control sobre mí; en un segundo había girado sobre mis talones, apartado su brazo de mí y barrido el suelo con mis pies. Empujando los suyos por detrás, hice que cayera sentada y muda. Reaccionó meramente a interponer sus brazos, intentado escudarse tras ellos.
- Es tu problema si me consideras humana o no. La verdad, a estas alturas poco me importa. Ser como ustedes que piden ayuda, solo como una excusa para maltratarnos -bramé. Acto seguido, me acuclillé y le sostuve la mirada-. Recuerda, que si no me consideras humana, puedo darte razones para ello.
Gimoteó. Masculló. Continuó así, mientras temblaba como una hoja.
Escuché aplausos a mis espaldas.
- Te dije que dejaras el capricho. Los analgésicos no son objetos; si ella te muerde, dejaré que se divierta.
Me incorporé, fastidiada. También reconocía la voz masculina. Era su hermano.
- Dejaste que lo hiciera de nuevo -lo sermoneé, cara a cara.
- Yo también duermo, ¿sabes? -se excusó. Restándole importancia.
- Me desquiciarán - masajeé mis sienes, con los ojos entrecerrados.
- ¡Alto allí! -exclamó con voz autoritaria. Ofelia intentaba sorprenderme por la espalda-. Suficiente de abusos, te quitaré lo que más quieres por tu infantilismo.
Volteé con curiosidad por primera vez.
- Quiero ver que lo hagas, hermanito -le retó Ofelia.
Él sonrió con malacia.
- Recuerda que tú lo quisiste, Ofelia.
Los observé en sus riñas habituales e inofensivas. Eran una buena distracción. Él me miró con ojos centelleantes, mi golpe de adrenalina era cosa del pasado. Eso explicaría porqué tardé en reaccionar, cuando él corrió hacía mí, me tomó por el brazo y me arrastró consigo.
- ¡¡Damián!! ¡¡Te odio!! -gritaba Ofelia que, en cuestión de segundos, parecía una hormiga en el horizonte.
Nos dejamos caer en la arena.
A pesar de nuestra condición física, estábamos agotados. Teníamos la respiración alterada tras cruzar a la carrera todo el pueblo.
- Te convertirás en su droga -exclamó sin atisbo de broma.
Observaba el cielo, sin responder. Al momento que la tiré por tierra, habían desaparecido las cicatrices en sus muñecas. Sin embargo, con Ofelia nunca podía descuidarme. No me daba un respiro.
- Está desarrollando una dependencia -hizo una pausa-, y lo sabes.
Asentí con pesar. Situaciones similares eran un riesgo del oficio, aunque no una constante. Algunas personas se autoflagelaban para "necesitar" de nosotros. Los vejestorios nos contaban de varios casos, antes de que tuviésemos edad para salir de El Reservorio. Los críos sabían que me estaba enfrentando a uno; el más grave de las últimas tres décadas. El panorama se volvía muy oscuro y, los riesgos, no se limitaban a los involucrados. Ni siquiera por ser los primeros en peligro.
- Lo hemos conversado antes, Damián -susurré, sintiéndome culpable. Me miró con empatía. Estaba al tanto de las posibles salidas; sin  ninguna opción segura. Era el único que me trataba como igual fuera de mi hábitat.
Se recostó sobre mi hombro. Allí tendidos sobre la arena, estuvimos un rato en silencio. Nos entendíamos sin palabras.
- Los salvavidas también pueden morir en medio del rescate -dije finalmente.
- Si lo haces, me dejarás a la deriva. Lo sabes -replicó con calma.
Ofelia tenía una mente delicada. Nos conocíamos desde hace años, sus consultas iniciaron como gestos inocentes. Sin embargo, hace tiempo que las circunstancias cambiaron. Ella se aisló por completo, dejando en su pequeño mundo espacio únicamente para su hermano Damián y para mí. Incluso desterró de su vida a sus padres, buscaba excusas constantemente. Inventaba fallas inexistentes y ponía estándares inhumanos sobre ellos; para justificar que fallasen. Torturaba a todos a su alrededor, en una conducta autodestructiva que la consumía.
Tenía seis meses autoflagelándose para justificar la necesidad de un analgésico. César, Vanessa, Héctor y Selene intentaron sustituirme en reiteradas ocasiones. Sin embargo, sus arrebatos se volvían más violentos. Actuaba como posesa e intentó arremeter contra ellos. Si la atajaban, apuntaba a un blanco más seguro: sí misma.
El consejo me ordenó antenderlos a ambos; Ofelia era una bomba de tiempo que podría destruir también a Damián. Ofelia tenía lapsos de cordura. Como un enfermo que entiende que su hora está cerca, y se recupera brindando falsas esperanzas.
Me fue imposible reaccionar. Apenas aparté el rostro de Damián; vomité.
- Estás frágil -se lamentó, visiblemente preocupado.
No respondí.
Ahora Damián parecía una bestia enjaulada; inquieto, incómodo. Antes trató de que abandonase El Reservorio. Fue él quien advirtió que su hermana cambiaba, que ya no quería caminar por su cuenta. Ella quería que otro librase sus batallas, que le facilitase la vida, como un ave que regurgita su comida para alimentar a sus crías. Y escogió, deliberadamente, ese papel para mí.
Él era más consciente.
Sin amilanarse por lo cruda de la verdad, aceptó que su hermana era un peligro para otros y para sí misma. Buscó en mí, las respuestas que nadie en el pueblo podía darle; porque nunca se interesaron por conocer. Entonces entendió, con pesar, que los analgésicos curamos a los otros: a un alto costo. Sentir en carne propia los dolores ajenos. Bajé el rostro, las lágrimas resbalaban por mi rostro.
Fue como si el sol me abrazara. Se fue derritiendo el dolor, las pesadillas ajenas que albergaba en mi alma, aquel mar de sufrimiento fue evaporándose. Me abandoné en sus brazos, la carga había comprimido mi cuerpo bajo su peso. Al vaciar de aire mis pulmones, me sentía más ligera. Casi ingrávida.
- Ha sido demasiado... -susurró él a mi oído. Mientras se hacía un abrigo para mí.
- ¡¿¡¿Qué crees que haces?!?! - Ofelia gritó a escasos metros de nosotros.
No nos apartamos. Permanecimos inmóviles: a consciencia.
Corrió hacia nosotros, sacó una navaja manchada de sangre de entre sus ropas y la alzó hacia nosotros. Halé a Damián, quedaría al ras de la arena. Mientras pasaba debajo de su brazo, me incorporaba y me interponía entre ambos; en un parpadeo.
Vomité sangre. Perdí el equilibrio, ya no podía coordinar. Caía de espaldas. Ofelia me había asestado un golpe muy cerca del corazón. Damián me observaba con los ojos desorbitados. Mi cabello se había soltado y yo me derrumbé entre ambos.
Él soltó un alarido y se tiró junto a mí. Me llamaba, gritaba presa del pánico. Me sentía desvanecer, mientras él se aferraba a mí.
Escuchaba a Ofelia, distante, gimoteando y disculpándose. La navaja clavada en mi pecho, me impedía verla por completo. Explicaba que no me apuntaba a mí, que no era su intención; que fue mi culpa por interponerme. Se me nubló la vista. Me sentí muy cansada, sentía que tenía años sin dormir.
A duras penas percibí un revuelo alrededor. Voces. Voces familiares, voces urgidas que hablaban con autoridad. Me perdí. En un instante, era parte de la noche.
- No te... perderemos... -un sonido llegaba a mí, como si estuviese a años luz. A veces nítido, a veces distorsionado-, no puedes dejarnos así.
Ningún sonido. Ninguna emoción. Ningún olor. Un vació absoluto.
Entonces, se erigió como un recordatorio. Aborrecía aquel silencio. La muerte se cernía sobre mí, era el silencio más atroz y penetrante. Quise escapar. Me desesperé. Humana o analgésico, medicina o droga, quería surgir. Quería ver el sol de nuevo. Recordé a los míos, mi pequeña comunidad exiliada y buscada, repudiada y necesitada. Siendo herida, y siendo cura. Quería desgarrar a la oscuridad. Quería herirla y romperla, como al silencio.
Personas analgésicas
Sentí una fuga.
Sentía que me vaciaba. Era una sensación refrescante, una música zumbaba en mis oídos. Supe que estaba llegando a la orilla. No cruzaría ese mar. Con un esfuerzo que requirió todo de mí: abrí los ojos. Respiré.
Algo cálido cayó sobre mi cara. Tras varios parpadeos, mi vista se aclaró gradualmente. Era Damián que lloraba abrazándome. Estábamos rodeados. Vanessa, César, Selene y Héctor estaban apostados junto a nosotros. Habían sido mi analgésico. Crearon una fuga para mi muerte. Mi fin se diluyó, se filtró hasta alejarse lentamente.
Allí, nació una época para nosotros: los analgésicos. Nació a la par con una leyenda. Sin intentarlo, sin intención alguna, se demostró que los humanos podían ser un peligro para sí mismos y para nosotros. Se derrumbó con estrépito su teoría de que éramos bestias amaestradas, pero con un instinto salvaje. Para alzarse la verdad, éramos el muro de contención de sus más bajos, infames y egoístas deseos. Éramos el filtro que podría restaurar un poco de su paz, absorbiendo sus heridas.
Ofelia abrió los ojos y, con ella, su gente.
Dejamos de ser objetos. En la frontera que me resistí a cruzar, quedó la mentalidad del descarte.

lunes, 13 de marzo de 2017

Facciones de cristal

Me hipnotizaba aquel estanque, su pasividad. Parecía imperturbable y eterno, como si el sol jamás lo evaporaría. Observaba mis piernas bajo el agua trasparente, resplandecían en ella, mientras respiraba con calma. Intentaba imaginar a qué sabría el aire. Le atribuía un sabor adictivo e incomparable, eso explicaría la dependencia que mis pulmones tenían de él.
- ¿Las perdiste de nuevo? -preguntó asomándose a las aguas.
- Sí, estoy varada acá -dije con un dejo de tristeza.
Me miró con los ojos tan abiertos, dominados por el asombro. Una sorpresa que la rutina no enterraba, ni disminuía.
- Eres un diamante -soltó resuelto, antes de zambullirse en el acto. Con la ropa y los zapatos puestos.
Toqué mi garganta. Se me escaparon las palabras, mientras el agua salpicaba bañando mi vestido verde esmeralda. Pensé que me confundiría con el pasto que rodeaba el estanque. Ese chiquillo solo alimentaba mi duda existencial. Me causaba gracia. La gente se preguntaba por cosas como si las cebras son blancas con rayas negras o viceversa, si el huevo fue antes de la gallina o era al contrario; y un sinfín de inquietudes similares. En cambio, yo me cuestionaba si mi constitución de cristal me hacía mimetizarme o resaltar.
Tendí lo que quedaba de mí en la alfombra natural. Mi sombrero de paja quedó presionado con mi cabeza, mientras ponía mi mano al sol. Si mis pulmones eran adictos al aire, yo lo era a cuestionarme. Una pregunta tras otra surgía en mi cabeza.
Evidentemente, esto y mi fragilidad me volvían insoportable para la mayoría.
Solté un risilla.
- ¡Qué mentirosa!
A falta de compañía, tomé el gusto a discutir conmigo. Lo cual, como era de esperar, fue más efectivo para aislarme que un anillo de seguridad. Ahora mi rareza iba allende de mi apariencia, había calado hasta mi carácter.
Dejó las piernas, desde las rodillas hasta la punta de los pies, a mi lado. Movió su cabeza frenéticamente hacia un lado y al otro, escurriéndose como hiciera un perro. Sentándose con las piernas cruzadas, las manos sosteniendo los pies y el estruendo propio de sus actos, preguntó:
- Y ahora, ¿qué?
- Eres el único que me soporta -dije como si siguiese el ritmo de mis diálogos intrapersonales.
- ¿Para qué quieres que otros lo hagan?
Puse mi mano frente a sus ojos y un prisma se dibujó en su nariz.
- ¿No es eso lo que todos quieren?
- ¿Por qué? -replicó.
- Porque todos quieren encajar.
Hizo un ademán reflexivo.
- Pero tú ya encajas. Encajas aquí. No puedes recortar la pieza de un rompecabezas para adaptarla donde no va. Si lo haces, aunque "encaje", la imagen estará incompleta. Es ridículo
Teníamos conversaciones de toda índole. Usualmente, las olvidábamos entre muchas otras. Hasta que algún comentario nos hacía recordarlas. Era como si nuestras mentes fuesen habitaciones desordenadas que guardasen reliquias entre tantos trastes.
Él era un inadaptado por esa mezcla de rarezas que lo constituían. Medía 1.30 cm, tenía una fortaleza que ningún rasgo de su complexión sugería. Sus ojos destellaban, podría entretenerse hasta con una hormiga. En cuestión de segundos, se aburría y volvía a centrar su atención. Nada le resultaba más fascinante que la vida misma; excepto quizás, qué explicación escondía la mía.
Era un bonachón, que se hartaba e iba. Prefería acumular capítulos cerrados en su vida, antes que libros inconclusos o sin sentido. Zanjaba los asuntos con pasmosa facilidad, resuelto y sin rodeos. Pragmático e idealista, alguien así comparte mucho consigo.  
- ¿Te expondrás a esta asesina serial? -inquirí fingiendo una mirada siniestra.
Prorrumpió en carcajadas. Mis intentos por "entrar" en los estereotipos salvajes que otros formaron de mí, fracasaban convertidos en muecas graciosas y artificiales. Me dio la espalda. Ofreciéndome sujetarme de su cuello. Allí no podríamos unir mis piernas acristaladas a mis rodillas.
Existían sus ventajas cuando se es tomado por demente. Tienes espacios privados, sin necesidad de pedirlos, sin trámites ni burocracia. Solo un acuerdo tácito conocido como marginación. Se levantó, sin esfuerzo aparente. Cogió las piernas del césped y jugueteó con ellas, fingiendo que eran mancuernas. Así se mantuvo durante el trayecto, mientras nos alejábamos del estanque.
Escuchaba los sollozos de mi madre.
Mi padre discutía con ferocidad, parecía tan amenazante como un oso parado en sus patas traseras. Fiero y varonil, resuelto y firme. Entendía palabras sueltas, "subasta", "compradores", "pueblo", "oportunidad". Eran carentes de significado para mí, pero ella lloraba. Él avanzaba a zancadas y empujaba afuera a un hombre.
Entonces, salí de mi escondite bajo la mesa. Donde había estado abrazando mis piernas y jugando a ser un ovillo. Ninguno advirtió que pasé entre ellos, hasta que estaba frente al visitante.
- Papi, ¿qué ocurre? -pregunté con confianza desmesurada.
Una expresión de horror le atravesó el rostro. Mi madre corrió hasta mí, se agachó y me ocultó entre sus brazos. Todo, en un instante. En un parpadeo.
- Es mi hija -le escuché decir, con la cabeza entre su hombro y su testa.
- Entienda, Amanda. Casi muere desangrada por esa... criatura -replicó una voz ronca.
"Criatura", proceso mi mente. Así se refieren a los animales. Criatura, no humana. No niña, no persona.
- ¿Fue tu sangre? -escupió ella.
Las manos de mamá, parecían garras en mi espalda. Sin embargo, no me herían. Nada lo hacía. Al menos, en teoría. Mi papá un hombre de 2,20 cm avanzó hacia el otro, sus pisadas hicieron retumbar el suelo. Cuando provocaba aquello -siempre adrede-, semejaba a un luchador de sumo. Nunca antes lo hizo fuera de nuestros juegos, emulando a los deportistas nipones.
- Soy hija única... -exclamé, casi pidiendo clemencia. Por años, pedí perdón en silencio, por arrebatarles la oportunidad de otro hijo.
Un doctor tuvo que reconstruir los órganos de mi madre, pero jamás podría concebir o dar a luz de nuevo. La noticia se extendió como un incendio, y allí, a mis espaldas estaba el fuego. Resplandecían sus llamas y su calor golpeaba en la cara a mis padres.
- ¡¡No es un objeto!! -rugió ella.
- ¡¡No se vende a la familia!! -bramó mi padre, dando otro empujón al hombre y haciéndolo caer sentado.
Mi corazón de agrietó.
Ahora entendía las palabras inconexas. Solté un alarido, como el lamento de un alma en pena. Me caí.
- ¡¡Elenaaaa!!
Lloraba y caían gotas de cristal contra el suelo. Se rompían por el impacto y se dispersaban. Marco retrocedió, para evitar que se marcasen en su piel.
Lloré. Sollocé hasta que mi marea interna se calmó, hasta sentirme agotada.
- Eres fuerte -exclamó él, apartando con el zapato los restos de cristal-. Podías decirme que escogiste el lugar, me distraje.
Volví en mí. Era cierto, estábamos lejos del césped y la zona más arboleda. Le hice un ademán para que mirase a otro lado. Asintió y giró en sus talones. Nadie transitaba por aquella área, era peligroso, podría coincidir con nosotros dos. Aparté ligeramente el vestido de mi "piel" y observé mi pecho. Allí estaba, la grieta en el corazón. Parecía astillado. Resoplé.
- Está astillado -di el diagnóstico.
- Comencemos con las piernas. Preparé un té con miel para ti y un tequila para mí, mientras te arreglas.
Sacó el mechero enchapado en cobre. Había sido pulido y brillaba, generando confusiones con el oro. Sostuvo mi corva con la mano izquierda, levantándola, mientras acercaba el fuego a ambas. Hice un mohín. Existían solo otros dos mecheros como ese. Mientras la gente, los normales, los que valían, requerían infinidad de tratamientos y materiales; yo necesitaba un encendedor. Ellos se curaban con gazas, medicinas, anestesias, cirugías, quirófanos y doctores. Yo, con el fuego de un gas infinito.
Cada herida mía, conllevaba a una operación: ambulante, rutinaria y frecuente.
Miré el cuello de Marco. Luego mis manos; y repetí.
- Eres anormal -concluí.
- No, solo soy yo mismo -respondió, pasando el fuego por la pierna derecha.
Él sabía que, separadas de mi cuerpo, solo eran piezas de cristal. No las sentía como propias, se rompía la conexión con ellas, como si fuesen miembros amputados. Apoyé las manos en el camino pavimentado y observé el cielo.
- No es normal lo que llamas normal.
Asentí. Él siguió con la intervención y yo detallaba el avanzar pausado de las nubes.
- Estás confundiendo normal con habitual.
- El cielo es una mentira, ¿no crees? -exclamé convencida.
Me estremecí. Estaba uniendo mi rodilla con su pierna respectiva. Me inquieté, impaciente moví los dedos. Me gustaban mis dedos, todos ellos. Delgados y alargados, como ramitas de algún árbol.
- Está enamorado de las aguas, déjalo.
- Pero las engaña -repliqué-. Se tiñe de azul...
- Compadécete un poco, ¿quieres? -recriminó.
- Pero es transparente -seguí.
- Entonces, no le engaña.
- ¿Ah? -apreté los dientes. Me silenció juntando mi pierna izquierda con su rodilla respectiva.
Solté el aire, tratando de sacar el mal trago. Me tendió la mano, para que probara mi recién recobrada movilidad. Parecía una niña dando mis primeros pasos, torpes y acelerados. Movía mis dedos como si desatase una subida de adrenalina.
Caminé hacia él. Sonreí, traviesa y fulgurante. Me moví en círculo, haciendo que el viento le diese a mi vestido apariencia de flor. Bailé, giré como bailarina una y otra vez. Sintiéndome libre, revitalizada, poderosa. Era como si me elevase del suelo, podía andar. Levanté mis brazos, entrelacé mis dedos y giré. El vértigo no me pararía.
Avancé bailando, canturreando. Movía los vuelos esmeralda de derecha a izquierda. Recibía el viento en el rostro, sostenía mi sombrero y sentía que, cuanto me rodeaba, era miel y delicias.
Marco me alcanzó torpemente, con su sonrisa de media luna y sus hoyuelos. Con su cabellos esponjados y castaños. Tarareando y dando puntapiés a cuantas piedras se encontraba. Pateó mis lágrimas caídas.
Lo empujé juguetona con mi hombro.
Así iba yo, el monstruo asesino. La distopía andante de esos lares, cantando y bailando, mirando en el mentiroso cielo mi reflejo. Me incliné. Recogí mis lágrimas en mi palma. Luego, incorporándome jugué con Marco, viendo quién las lanzaba más lejos. Allí iban mis penas, estrellándose. Siendo arrojadas por mis manos de cristal.
Mis memorias dolorosas se encontraban con el pavimentos y se rompían en millares de trocitos. Allí iba el hombre que quiso
venderme en la subasta, los que me llamaban monstruos, quienes pensaron que mi cuerpo era un arma. Salté.
Salté, y solté gritos de gozo mientras se desperdigaban por el suelo. Mientras perdían su forma. Quizás, Marco tenía razón. Quizás, mi complexión no fuese de cristal, sino de diamante. En ese instante, me sentía como una joya preciosa, como un trozo de firmamento.
Mi corazón seguía agrietado, alterando su perfecto y refinado acabado. Recordando las palabras de mis padres, necesitaba tiempo. Tiempo para comprender que todo en mí, era de un valor incalculable.
- Cuando te miras, te encuentras vacía. Cuando en realidad, estás rebosante de cuanto te rodea. Estás bullendo de vida.
Continuamos el recorrido como borrachos, ebrios de felicidad y simplicidad. Éramos dos piezas de un mismo rompecabezas.
  

domingo, 12 de marzo de 2017

El loco de la plaza

Encontré esta historia en una botella lanzada al mar. Entendí que alguien buscaba preservarla del tiempo, la nostalgia y el alzheimer colectivo. Es tan antigua como las lágrimas derramadas en la tierra que, sin saberlo, fermentan el suelo y alimentan multitud de árboles.
Cuenta que muchas vueltas del reloj atrás...
Estaba allí, el loco de la plaza. Sentado como siempre en el borde de la fuente, con su guitarra en mano, rasgando las cuerdas y mascullando. No tenía sombrero en el piso, tampoco un cartel a sus pies. Nadie lo miraba ya, nada valía para la sociedad.
El loco de la plaza, era un loco singular. Ni estaba desgarbado, ni sus ropas eran harapos, tenía los dientes completos y nunca se le veía arremeter contra la multitud. El alcohol no lo zarandeaba, ni le hacía dar traspiés aquí y allá. Ni mendigaba, ni robaba. Era nuestro loco, nuestro demente particular, que los lugareños mostraban como un espectáculo. Los niños se acercaban y le halaban de las ropas, otros le escupían o lanzaban copas rotas.
Él las esquivaba, casi sin mirar, les removía los cabellos y fingía cantar. Todos se preguntaban si su locura sería contagiosa. La falta de cordura era una sarna que lo consumía desde adentro y nadie quería compartir con él.
A nuestro loco, solo parecía interesarle su guitarra. Muchachos insolentes se la arrebatan y trataban de tocarla, pero la guitarra agotó sus notas. Así como la voz del loco se apagó.
Yo cruzaba a diario por esa plaza. La plaza de la "Guitarra sin notas", del "Loco del pueblo" o de la "Voz perdida", le llamaban los demás. Él era parte del inventario del lugar, quizás como un árbol, una estatua o un punto en el mapa.
Ese día, lloraba. Caminaba con mis ropas desgarradas, con mi cuerpo como una vergüenza, buscando un escondrijo donde meter la cabeza. Unos ladrones entraron a mi casa, mis cuatro paredes y mi techo. Mi rincón sin opulencias, solo revestido por mi dignidad de persona sencilla, que solo sabe trabajar por el pan de cada día. Sin embargo, ellos se llevaron todo.
Todo.
Vaciaron mi casa, sin dejarme ni un mendrugo de pan. Ni un vaso que rellenar con agua. Ni una almohada que hiciera menos duro el suelo, porque la cama y el colchón lo cargaron a cuestas. Mancharon las paredes con mi sangre. Porque me negué, porque quise conservar mi integridad.
Lloraba, lloraba con el cuerpo. Lloraba lágrimas rojas, que bañaban mis brazos y piernas. Las que aún retenía, se harían visibles como pintura en mi piel.
- ¿Por qué tu alma está turbada? ¿Quién la sacó de su armonía? -escuché una voz. Sin entender de dónde provenía. Sin reconocerla.
Me detuve. Caminé sin dirección, el suelo para mí lucía igual en cualquier parte. Tenía la melena enmarañada. Sentí el alma languidecer, "enmarañada como mi vida, como mi calamidad", pensé.
- Me escuchaste... -añadió la voz con calma. Con una paz que escapaba a mi razonamiento.
Tenía las manos manchadas, heridas por los vidrios que volaron por mi casa y minaron el suelo. Recordé las ventanas que ya no contendrían el viento nocturno. Parada, observé cómo la vida seguía. Observé cómo avanzaban los otros, pasaban por mi lado, como si fuese un espacio en blanco. Un espacio que se puede ocupar, pisotear y apartar.
Me sentía parte de la nada, trastocada y olvidada.
- ¿Acaso no me ves? -preguntó la voz.
La escuchaba cerca, próxima. Estaba tan fuera de mí, que me constaba reaccionar. Me quedaba sin asimilar.
- Solo te escucho -respondí como un murmullo.
Mi alrededor era una mancha borrosa, como si tuviese legaña en los ojos o estuviera envuelta en neblina.
Escuché cuerdas vibrar, una nota besó mi frente. Sentí que respiraba.
Me enderecé ante aquello. Necesitaba más. Como gotas de rocío fueron llegando más y más, con pausa y constancia. Seguía sangrando, pero las notas se hicieron analgésicas. Al darme cuenta, estaba caminado. Dando zancadas, apartando cabellos del rostro para buscar mejor. Hacía muecas por el dolor, pero me sentía caminar sobre las notas. Esquivaba a la multitud, soporté codazos, empujones y uno que otro improperio. 
- Llegaste... -me dijo al mirarme, frente a él.
El mundo se hizo un sueño acelerado. Una pesadilla que te consume, que te vuelve presa del pánico. Los sonidos se distorsionaron uno tras otro, las voces parecían guturales, el entorno una mancha fugaz y pálida. Sentía al corazón perforarme el pecho. Rasgó las cuerdas de su guitarra.
Hubo un alto de paz. Una gruta en el caos.
Las notas parecieron romperse como el cristal. Él, mirándome, tocó un acorde más largo. Con la espalda recta, los músculos relajados y, aún así, sumergido en su quehacer. Sentía que el entorno me oprimiría, pero las notas nos envolvieron. Respiré.
- ¿Qué sucede?
- Ah, ¿esto? - inquirió con cierto despiste en la voz.
Lo observaba incrédula.
- Te saliste de su sintonía -hizo un ademán con la testa, señalando a los demás.
- Eras mudo. Tu guitarra está rota -apelé a la lógica.
- Entonces, me temo que has perdido la cordura -negó fingiendo pena.
- ¿Me culparías? -repliqué sin pensar.
- Los locos no se culpan entre sí, eso es cuestión de cuerdos -siguió tocando.
Tiré mi cordura por el suelo.
Me senté a su lado.
Nunca antes vi algo así. Sentí que vaciaba su alma en cada nota, en cada acorde. Do, re, mi, fa, sol, la, si bailaban alrededor nuestro. Se elevaban y mezclaban, repiqueteaban como gotas de lluvia por la plaza y sus periferias.
El sol parecía más brillante, más cálido e incluso cercano. Las hojas parecían hechas de jade, fulguraban hasta tal punto, que pensé que me cegarían. El mundo iba adquiriendo nitidez, volviéndose amable. Y yo, seguía llorando con el cuerpo.
- Ya pasará. Todo pasa, vivimos en un ciclo infinitamente, finito. Pasajero -exclamó.
- ¿Por qué nunca te fuiste? -inquirí.
- Aquí me necesitan. Ustedes son mi propósito... -hizo una pausa, mientras iniciaba otra canción-. ¿Sabías que los niños me escuchan?
- ¿Cómo puede ser eso?
- Ellos escuchan a medias a los adultos, así que están entre una sintonía y otra.
- ¿Cómo perdiste tu sintonía?
Levantó los dedos de las cuerdas. Por un segundo, nuestro alrededor fue opacándose. Mis oídos volvieron a la pesadilla acelerada de antes, entonces, volvió a lanzar notas al aire.
- Yo no he perdido nada -respondió finalmente-. Excepto quizás, algunas uñas -lo miré con horror-, de guitarra quiero decir -agregó explicándose.
Eché la cabeza hacía atrás. El agua que discurría en la fuente parecía acompasada. Cerré los ojos. Solo quería escuchar, quería ser una planta y hacer fotosíntesis con las notas. Quería absorberlas.
- ¿Has perdido tu nombre? Es decir, ¿se lo llevaron?
- No... creo que no consiguieron cómo hacerse con él -respondí.
- Entonces, estarás bien.
Dejé que la sirena de piedra bañase mis cabellos. Con la cabeza fría, la locura parecía más dulce. "Todo pasa", recordé.
- También esta calma, ¿no?
El asintió comprendiendo.
- Estamos en el ojo, yo vivo aquí. Pero allá fuera sigue el huracán. Cuando te alejes de la plaza, todo cuanto dejaste: siguió su curso.
- Es una pesadilla allá afuera -me giré sobre el asiento de piedra. Empecé a lavar mis heridas, a enjugar mis lágrimas.
- Viniste hasta acá, ahora será una pesadilla consciente. Puedes recuperar el mando, puedes elegir.
Eché la espalda hacia atrás. Él siguió tocando, aunque ahora nos veíamos.
-  ¿Qué harás tú? Es decir, en algún momento debes dejar de tocar.
Dejó la guitarra a un lado. Entendí que le tomaba mucho esfuerzo. Mantener ese nicho de paz, de sosiego, permitir que otros se recuperasen.
- Volveré a mi soledad; yo también soy transitorio. Otros han venido, salen y vuelven a la sintonía de afuera.
Por primera vez, encontré tristeza en sus ojos. Quizás, antes me era imposible percibirla. Comprendí que hacían de él, un paño de agua caliente. Lo usaban y desechaban, compartían escasos momentos y regresaban a su cordura. Tan enferma, tan triste y vacía. Nuestro loco poblaba de música nuestras heridas, las sanaba. Nos brindaba los primeros auxilios, aunque lo lanzáramos a la basura como una venda usada.
Las notas fueron resquebrajándose en el aire, cuando quedaban un par, el retomó su faena. Advertí sus dedos temblorosos, esta vez, sus notas tenían fragancia. Me resultaban saladas, como si viniesen del mar. Entre frías y cálidas. Tenían aroma a nostalgia. A recuerdos agridulces.
Paseé la mirada por la plaza, por los árboles con sus hojas fulgurantes, por el sol que besaba la creación. Extendí mi mirada por las personas, los otros, que se hallaban en un paso frenético. Me llegaban sus voces como murmullos, como si mascullasen. Entendí la médula de la nueva melodía.
- Es por ellos. Parecen perdidos... -hice una pausa-, ¿me veía así también?
Asintió.
Me observé. Me sentía como la sobreviviente de un naufragio. Con mi ropa hecha jirones, con mi pensamiento aún turbado, con mis cabellos rebeldes, mis manos luchando por dejar de temblar. De repente, ya no me sentía tan vacía. Ahora, me sentía capaz. Aunque fuese una pesadilla, ahora podría nadar contra la corriente. Podría superarlo.
Escurrí mis cabellos.
- Gracias... -le susurré. De pie frente a él. Actué sin que mandase la razón; no por completo. Sentía mi cuerpo más ligero.
Había tanta paz, tanta cercanía entre nosotros que un susurro bastaba.
Alzó el rostro, sin palabras. Le abracé, fui retrocediendo de cara a él.
- Volveré...
El sonrió. Yo di media vuelta, tragué en seco y me sumergí en el huracán.
Esta vez, sabía que volvería... Regresaría a su encuentro.

viernes, 10 de marzo de 2017

La voz de la marea

Mi existencia aunque antigua, es desconocida. En silencio, poco a poco me hice la idea. Paso desapercibida entre la luz que ella emana, tan cálida, sutil y seductora: así la describen sus incontables admiradores.
Ella es mi madre. Siento que me disuelvo entre su resplandor, pero no la aborrezco. La conozco como nadie, Luna le llaman las criaturas del planeta zafiro, mientras ellas le observan desde las lejanías.Yo, estoy tan cerca, que ni siquiera imaginan que soy el arcoiris blanco que la adorna. Hoy, salgo a deambular. Vengo a susurrarles sobre ella, con un puñado de intenciones propias en los bolsillos.
Suspiré.
- Tendré que buscarme un nuevo pasaje -me estremecí por el frío.
Intenté darme la vuelta, pero pisé en falso. Se movió la roca en que estaba apoyada y caí al fondo del lago. Manoteé, me moví presa del pánico; me hundía más y más. Estaba bloqueada, conmocionaba.
Se agotó el aire en mis pulmones, una sombre se cernió sobre mí. Me causó gracia la ironía, esas criaturas verían una luz antes de morir. En cambio, yo solo encontraba sombras.
- Nadie sentirá selenofilia esta noche... -pensé, con resignación. Era la posdata de mi vida.
- ¡No tomes la salida fácil! -exclamó una voz estridente. En simultáneo, una fuerza descomunal me alzaba y dislocaba mi hombro en el proceso.
Tosí.
Tosí vaciando mis pulmones de agua. Me escocían los ojos, solté un alarido. Estaba en el hombro de un espécimen del planeta zafiro, este lanzaba improperios. Lo deduje por su tono y ademanes, porque mi aturdimiento me dificultaba asimilar sus palabras. Me así a su cuello, mientras me llevaba a la orilla. Eché un vistazo atrás, el reflejo seguía oculto por el cielo nublado.
- ¡Suicidarse no soluciona nada! ¡No hay acto tan egoísta como ese! -me sermoneó al pisar tierra firme.
Ulularon los búhos.
Él estaba de pie frente a mí, con la respiración alterada, la corbata mojada, la camisa pegada al cuerpo y toda la ropa goteando. Noté su taquicardia al bajar de su espalda. Por un instante, imaginé que se derretía. "Ah, no. Esas son las brujas", me corregí mentalmente.
- Para tu información, soy una excelente nadadora -exclamé con aire solemne-. Puedo competir con la velocidad y destreza de un delfín y...
Resopló.
- Tanta agua dañó tu cerebro... -dejó la frase en el aire.
Hice pucheros. Jamás admitiría que tenía un mínimo defecto: era lenta reaccionando en casos de emergencia. Carecía de la adrenalina que auxiliaba a sus congéneres.
- Entonces, ¿no intentabas matarte?
Observé el lago. Eran tan profundo que bajo sus aguas ocultaba varias construcciones en ruinas.
- Bah, qué tontería. No siento ninguna atracción por la muerte... he visto demasiadas -agregué con un hilo de voz.
Estornudé.
Supe que me estaba involucrando.
- Lástima que otros no puedan decir lo mismo -lo miré de reojo.
Se demoró en reaccionar. Estaba ocupado revisando sus zapatos elegantes, y desvistiéndose de cintura para arriba. Tenía marcados los músculos de brazos y abdomen por el ejercicio, incluso su espalda alta o cuello parecían contorneados. Lo observé sin disimulo.
- No te hagas ideas equivocadas, te llevo por lo bajo diez año...
Prorrumpí en carcajadas, tan sonoras que espantaron a los búhos de los alrededores. Escuchamos los árboles zarandearse por su huida. Miré su cara de incredulidad, me provocó un nuevo ataque de risas. Incluso me dolía el vientre de tanto reírme. Me lagrimeaban los ojos.
-¡Basta! -me recriminó lanzádome su camisa mojada a la cara-.Tienes cuerpo de niña, así que respeta a tus mayores; niña pucheros.
- No me tires tus proble... -dejé la frase inconclusa.
Me instó a terminar con la mirada. Allí estaba mi parálisis ante los conflictos; el día estaba clareando. Estaba exiliada en la superficie hasta el próximo anochecer.
Solté su ropa en el césped y me fui; hecha una furia. Aparté los mechones negros azulados del rostro, aún sentía la brisa nocturna. Mis pies se resintieron, al salir de la alfombra de césped y entrar al camino pavimentado. Evadí con maestría los trozos de vidrio que se esparcían aquí y allá. "Venganza" lo llamarían en la superficie, en esa masa gravitatoria y traicionera. Sí, era mi venganza conservar un poco de dignidad en mi exilio.
- ¿Siquiera tienes idea de adónde vas? -me espetó.
No escuchaba el choque de sus zapatos en el asfalto. Supuse que también estaría descalzo.
Le ignoré y apuré el paso. Si se hubiese mantenido al margen, habría atravesado el siguiente atajo e incluso regresado a casa. Cerré los ojos y corrí como posesa, solo quería alejarme. Mientras el espécimen me llamaba por un sinfín de apodos,. Cada uno más ridículo -y gracioso- que el anterior.
Aquello me irritaba más y más. Requería de todas mis fuerzas permanecer molesta y reprimir la risa. Mi rostro se había deformado en una mueca, El ceño fruncido, los dientes apretados y una risa ahogada.
- ¡Hey, anciana aniñada!
- ¡Para de seguirme!, ¿quieres? -le dije girando el dorso hacia él. "Por favor, no respondas. Es una pregunta retórica", supliqué mentalmente.
Lo último que vi fue una macha verde manzana, volando hacia mí. Caí sentada por el impacto. Asqueada porque estaba humeada y olía extraño. No lograba conectar las ideas en mi cabeza. Atontada, lo escuchaba ahogarse entre risas, dando palmadas en su regazo.
- Eres... defor... deforme -conseguí articular. El espécimen se había triplicado. Estrujé mis ojos. Encontré una pelota de tenis, babeada seguramente por un perro, a mi lado.
- El arma del delito -farfullé.
Exprimió su camisa blanca sobre mi cabeza. Extendí la mano, lo halaría por la corbata hasta el piso; pero me descubrió en el acto. Enarcó una ceja con la interrogante en el rostro. Desvié la mirada y fingí que jugaba con mi cabello, Haciéndome bucles. Quizás era porque estaba empapada hasta la médula, pero me sentía susceptible al frío. Me siseó. Cuando tuvo mi atención, señaló un tramo más adelante del camino. 
Se escuchó el silbido del viento y el canturrear de las primeras aves. La visibilidad aumentaba minuto a minuto. Parpadeé. Solo faltó que pasase una nube del desierto. Me levanté y le pasé por el lado, de regreso.
- Ya lo sabía -exclamé con arrogancia fingida. Entretanto, me quité la chaqueta negra con tachuelas sobre el vestido de cuelo plateado. La amarré sobre mis hombros y exprimí mi melena con desenfado.
Faltaba una parte del trayecto a mis espaldas. La señalización de un naranja fluorescente estaba derribada.
- Un "gracias" no desangra a nadie; sobrevivirás, te lo aseguro.
Soltó sarcástico, con aires de superioridad, mientras oía su andar despreocupado a escasos centímetros de mí. Me acostumbré al sonido de sus pies en el asfalto.
- Gracias -dejó escapar un silbido- ...a ti estoy perdida hasta nuevo aviso -completé para decepción suya.
Evitaba mirarlo de frente. Nada tenía que ver, con que siguiese exhibiéndose sin camisa. En definitiva, a ninguno le molestaba el tema. Era su altura la que me crispaba, me sacaba -con facilidad- 15 centímetros de ventaja. Me sentía como un pingüino delante de una jirafa en un zoológico.
- Sí, un zoológico. Eso lo simplifica todo -mascullé asintiendo.
Silbó.
- Sí que le falta oxígeno a esa cabeza tuya -con su gigantesca mano, cogió mi testa y la estremeció; como si hiciera un batido dentro de ella.
Simulé el sonido de una licuadora. Cuando finalmente se detuvo, estábamos cerca del lago. Un cisne cruzó delante de nosotros. Me dejé hipnotizar por el blanco impoluto de sus plumas. Daba la impresión de que reflejaba reflejaba la luz.
- Todavía está visible.
Alcé el rostro. Otro era el interés de él. En efecto, la Luna, estaba en el firmamento limpio y claro. Me preparé para sus arrebatos. Existía una única explicación para ese fenómeno; me buscaba. Mi madre rompía su acuerdo con el Sol, para dar conmigo. Era inútil iniciar pesquisas del lado contrario del orbe, si perdí la noción del tiempo allí.

 
  Continuará...

jueves, 9 de marzo de 2017

El impermeable

Escuchaba a una gota sucederle a la anterior. Al principio, le tuve miedo al silencio. Se hacía cada vez más frecuente, como un recordatorio de cuánto perdimos. Entonces, cuando mis músculos se contraían y empezaban mis pesadillas despierto; ella cantaba.
Su voz era dulce, supe desde entonces, que no hallaría otra como la suya. Cantaba sobre el dolor de una Chiquitita y, con cada tonada, rompía los grilletes que me oprimían el corazón. Me sonreía desde la cama, donde ahora pasaba la mayor parte del día.
Confería a ese espacio, lleno de goteras y carencias, una paz inexplicable.
- Te pareces a él -susurraba a mi oído, con frecuencia.
Sus ojos centelleaban cuando lo decía. Me desparramé en el suelo, la primera vez. Sentí que el alma me abandonaba, sentí que me odiaba.
- ... Me gusta eso. Cuando te veo, sé que fue real. Sé que estuvo aquí -me acarició los cabellos y beso mi frente. Con pausa, como si besase mi memoria y su imagen.
Dos años atrás, papá enfermó. Mamá tardó otros seis meses en descubrirlo. Lo hizo una mañana cualquiera, cuando lo vio vomitar sangre. Él se limitó a pedirle perdón.
- Lo lamento, ensucié tu camisa favorita.
Presencié la escena, extrañado por la discrepancia entre sus reacciones y la mancha carmesí en la prenda blanca. Esa camisa era especial, la reservaban para sus citas. Mi papá tomó el dinero que usaría para comprarse una nueva y, en su lugar, nos invitó a caminar por el mar.
El romper de las olas, acompañaba su explicación. Los gases producidos por la fábrica próxima a nuestro hogar, le estaban "acortando la vida", dijo. Excepto en ocasiones como aquella, su estado no se exteriorizaba. Sin embargo, sus órganos empezaban a fallar.
Estaba muriendo desde las entrañas, como una estrella que se apaga y nos regala una luz, casi ficticia. Empecé a callar, me deslizaba silente por la casa. Pero cuando se hizo una constante, ellos tomaban acciones exageradas y sobre actuadas. Al cabo, terminaba riendo sin remedio.
Miré mis pies negros por el sucio, los balanceaba al ritmo de la melodía.
Recordé más.
Ahora escuchaba cómo llamaban a la puerta. Atendía papá, con una complexión débil y medias lunas bajo los ojos. El visitante era un desconocido que pidió hablar con mamá. Fue uno de incontables extraños, extravagantes y tozudos hombres.
Sucedían tantos eventos en torno nuestro, que me perdía. Era difícil seguirles el ritmo.
- ¿En qué piensas? -me preguntó ella.
Asentí. Era hermosa, pero a medida que crecía. esa palabra me parecía contradictoria o escueta. ¿Cómo definirla sin recurrir al cliché? Ella era como el rocío. Era como el amanecer que baña de tonos el cielo, que despierta al mundo, por el que cantan las aves o los hombres establecen su jornada. Era como un ritmo que te genera ganas de bailar o una música que repites en tu cabeza.
Era como la palabra amable y sincera, que detiene tus tormentas.
Por eso, aquellos hombres vinieron; aún con papá vivo. Incluso con él presente, le ofrecieron recibirla como concubina, como amante... otros, más descarados, si se puede, le prometían casarse. Cuando tenían matrimonios con jóvenes y tristes mujeres.
Sentía el palpitar del corazón en las yemas de los dedos. Cuando el cuerpo de papá todavía estaba caliente, cuando lo abrazábamos esperando que todo fuese una mentira, llegaron. Insistieron a mamá, le prometieron cuánto pudiese desear. Ella me vio, por un largo momento, antes de responder.
- Tengo todo lo quiero aquí -exclamó con firmeza, con un porte digno que los hizo retroceder-. Ustedes son cuencos vacíos, para una vida poco adornada pero llena como la nuestra.
Mis pies están limpios, ya no juego en el barro. Abrazo la tela que cosías con paciencia infinita, durante tu muerte lenta. Con tu única aguja, sin hilo, me parece que guarda tu memoria y tu fragancia a rocío. Esa tarde, cuando volvía del colegio, te encontré con el cabello a la altura de los hombros. Tejiendo alegre. Te pregunté por tu melena que antes llegaba a la cintura y era la enviada de las señoritas finas.
Lo supe al mirar tu aguja. Brillaba con el sol de mediodía, hacías una puntada tras otra. Presa de la euforia, como si el gesto te llenase de miel el paladar. Allí estaba, el hilo del impermeable que hacías para mí. Lloré.
Las lágrimas me quemaban la piel, creí que abriría surcos en mis mejillas. Eras la fogata que se me apagaba, te ibas haciendo tenue. Supe con horrorosa certeza, por qué soportaste tanto. Por qué no te marchitaste cuando papá murió. Querías amarlo de nuevo, con la hondura del mar y la certeza del amanecer. Querías que yo sobreviviese, que surgiese como el legado de amor de ambos.
Abrazo el impermeable y mis lágrimas resbalan en él. Durante años, sentí que me asfixiaba. Mientras crecía, sentí que me empujaban a tener, a poseer, a competir con los otros y traicionar. Entonces, cuando siento que me desmorono, vuelvo a la habitación. Retorno a las goteras, la mesa de madera carcomida, los pies sucios y heridos por algún descuido. Revivo el beso que me dabas en la frente, revivo tus palabras cuando los hombres finalmente se fueron.
Tomaste mi barbilla, alzaste mi rostro y me miraste a los ojos.
- Si quiero alguna gloria, tú lo eres. Si quiero felicidad, en ti la encuentro. Si quiero fuerza, la encuentro en tu sonrisa. Si quiero un sentido para mi vida; es que descubras el sentido de la tuya -modulabas cada palabra, Estabas tallándolas en mi alma; y lo sabías.
Me ciño el impermeable. Me llevó tiempo, mucho en realidad, descubrir que me protegía de algo más que la lluvia. Relajo los músculos mientras observo las lápidas. Acaricio cada letra inscrita en ellas, desentona con el resto del cementerio.
Leo en silencio: "seremos las estrellas de tu norte, construye un camino que nos reúna". De repente, no me siento solo. Siempre los llevo conmigo. El impermeable me recordó que nunca fuimos pobres; nos teníamos. La comida era la cantidad perfecta para compartirla, para hacernos más unidos.
Mi tristeza, mi soledad, mi desánimo, mis miedos, mis "imposibles", todos y cada uno resbalaban en el impermeable.