Era un deporte extremo entrar a la ciudad; ir a cualquier espacio público.
Caminaba por los pasillos con aire de naturalidad, de desenfado. Revisaba los víveres aquí y allá; estaban putrefactos, como era de esperar. El hedor de cada espacio me provocaba nauseas, que meses atrás serían incontenibles. Seguí andando, intentando "desenterrar" algo siquiera comestible. Perdía la paciencia, estaba irritable y lo sabía.
Al primer momento, me sumí en la negación.
Mi huerto fue devastado. Cada fruta, cada hortaliza, cada pequeño tramo trabajado por meses: hecho trizas. Observaba la tierra que cultivé pisoteada. Había restos de aguacates, cebollas, plantas medicinales, perejil, cilantro y mucho más: destruido. Sentía la furia en aquel caos. La furia de quien arremetió contra ello. No lloré. No derramé ni una lágrima. Era tan arrolladora la impotencia que me embargó, que incluso hablar parecía un acto sobrehumano.
Sentía mi sangre bullir en mis venas.
Sentía mi sangre bullir en mis venas.
Fue ese incidente, ese acto de fragante vandalismo, el que me orilló a adrentrarme en el supermercado local. Un ruido seco perforó mis oídos y rompió mi ensimismamiento. Me erguí, alterada. Todavía tenía una papa podrida en la mano. La deje caer, mientras observaba el carrito de compras a mi lado. Las ruedas aún giraban, su cesta metálica se estremecía. Abolló el mesón frente a mí. Los productos rodaban por el suelo, mugriento y fétido.
- Nos reservamos el derecho de admisión -me gritó. Era uno de mis vecinos.
Me giré con calma en su dirección.
- ¿Ah sí? -exclamé impávida. La sorpresa era tema pasado.
- ¡¡Fuera!! -bramó irguiéndose cuan alto era.
Me apoyé en el mesón deformado, relajada y regia. Encontraba una similitud tras otra con una bestia salvaje. Un oso sobre sus patas traseras, precisé un segundo después.

Nos separaban dos metros.
La misma distancia que guardaba la decena de observadores irritados.
Acaricié los bordes de mi capucha, mientras él vacilaba. Uno, dos, tres, cuatro. Fue la cantidad de golpes que recibí en la espalda, legumbres seguramente. Permanecí inmóvil.
- ¿Entonces? -le apremié.
Escupió a mis pies.
- Tomaré eso como un no -me incorporé-. Si no quieren que los visite, no entren a mi huerto... -advertí.
Sus figuras eran de sombra. Ni siquiera ellos podían verse con claridad. Allí, en la ciudad, no amanecía. Los reconocía por sus voces, ademanes y, en ocasiones, por sus pasos. Precisar porqué me reconocían ellos, eso era más complejo.
Caminé entre ellos, se apartaron. Les producía el mismo asco, que los productos del supermercado y el ambiente en general a mí. Eran nitroglicerinas vivientes.
- Me llevaré esto -exclamé al cajero poniendo en la cinta transportadora utensilios de jardinería.
Retrocedió. Hasta alejarse varios metros.
- ¡Solo sal de aquí! -vociferó.
Dejé el dinero por los enseres, guardé las compras en mi bolsa y salí.
Taconeé durante el camino de regreso. Vivía en la zona más alta del lugar, la más apartada. Era necesario recorrer cerca de 20 kilómetros entre el centro de la ciudad y mi casa. Me descalcé y tomé los zapatos en mano, cuando restaba el último kilómetro.
El camino de piedra que daba a la casa hería mis pies cubiertos de ampollas.
Vertí agua en un recipiente y le añadí hielo, antes de sumergir los pies.
Sentada en la cama. Cogí una aguja, la desinfecté y fui pinchando una a una las ampollas, sin prisa. Observé cómo se vacían de líquido, mientras pensaba lo inútil de mi excursión a la ciudad. Tenía el cuerpo adolorido, tenía espasmos por el esfuerzo. Fue inútil. Dejé caer el torso en la cama. El ventilador de techo giraba sobre mi cabeza, como mis pensamientos giraban en torno a un hecho. No cenaría aquella noche.
El cansancio fue mi anestesia.
- Si tan solo hubiesen dejado en paz mis reservas -suspiré. Era un caso extremo, se hizo evidente y abrumador cuando hilé el pensamiento.
Me era indispensable cultivar mi comida. Cuanto se producía en el pueblo, Néboa, era mortífero para mí. Sin cosecha, sin reservas, solo podía esperar la muerte.
El cantar de las aves me despertó.
Amaneció. El sol se filtraba por la ventana de la habitación, bañándola con un matiz dorado. Era hermoso, era contradictorio, desencajaba con mis grises circunstancias. Era mi espectáculo privado, a Néboa no llegaba la luz. Los rayos de sol entraban a mi hogar, pero a medida que se
avanzaba hacia el pueblo iban minimizándose. Era como si hubiese una puerta invisible que mantuviese a la luz afuera, al margen.
Me incorporé, confundida. Esperaba que la muerte llegase como el único consuelo posible, como un abrazo, como una gota de miel. Salí de la cama entre bostezos. Caminé hasta la cocina. Abrí una a una las puertas de la alacena. Me senté en el mesón con la última taza de café negro en la mano. Aspiré su olor, quería que me embargase. Estaba vacía. No era nada halagüeño el panorama. Saboreé lentamente cada sorbo del café.
Caminé entre ellos, se apartaron. Les producía el mismo asco, que los productos del supermercado y el ambiente en general a mí. Eran nitroglicerinas vivientes.
- Me llevaré esto -exclamé al cajero poniendo en la cinta transportadora utensilios de jardinería.
Retrocedió. Hasta alejarse varios metros.
- ¡Solo sal de aquí! -vociferó.
Dejé el dinero por los enseres, guardé las compras en mi bolsa y salí.
Taconeé durante el camino de regreso. Vivía en la zona más alta del lugar, la más apartada. Era necesario recorrer cerca de 20 kilómetros entre el centro de la ciudad y mi casa. Me descalcé y tomé los zapatos en mano, cuando restaba el último kilómetro.
El camino de piedra que daba a la casa hería mis pies cubiertos de ampollas.
Vertí agua en un recipiente y le añadí hielo, antes de sumergir los pies.
Sentada en la cama. Cogí una aguja, la desinfecté y fui pinchando una a una las ampollas, sin prisa. Observé cómo se vacían de líquido, mientras pensaba lo inútil de mi excursión a la ciudad. Tenía el cuerpo adolorido, tenía espasmos por el esfuerzo. Fue inútil. Dejé caer el torso en la cama. El ventilador de techo giraba sobre mi cabeza, como mis pensamientos giraban en torno a un hecho. No cenaría aquella noche.
El cansancio fue mi anestesia.
- Si tan solo hubiesen dejado en paz mis reservas -suspiré. Era un caso extremo, se hizo evidente y abrumador cuando hilé el pensamiento.
Me era indispensable cultivar mi comida. Cuanto se producía en el pueblo, Néboa, era mortífero para mí. Sin cosecha, sin reservas, solo podía esperar la muerte.
El cantar de las aves me despertó.

avanzaba hacia el pueblo iban minimizándose. Era como si hubiese una puerta invisible que mantuviese a la luz afuera, al margen.
Me incorporé, confundida. Esperaba que la muerte llegase como el único consuelo posible, como un abrazo, como una gota de miel. Salí de la cama entre bostezos. Caminé hasta la cocina. Abrí una a una las puertas de la alacena. Me senté en el mesón con la última taza de café negro en la mano. Aspiré su olor, quería que me embargase. Estaba vacía. No era nada halagüeño el panorama. Saboreé lentamente cada sorbo del café.
Fui al jardín. Removí la piedra que servía de escalón para acceder a la casa. Ocultaba una trampilla. Extraje la caja de madera. Levanté la botella que contenía; la miel solo alcanzaría para dos cucharadas.
Vertí la miel en la cuchara. La saboreé, era insuficiente para una última cena. Si marchaba a Néboa, me descompensaría en el trayecto. Empezaba a sentir los mareos y la vista nublada. Era la interrupción abrupta de una historia.
Me harté.
Nada podía esperar de la ciudad. En casa, agoté las últimas alternativas. Tendría que bajar por el desfiladero hasta el mar. Me levanté de ipso facto, sin dejar espacio para las reflexiones. Si lo pensaba demasiado, le encontraría alguna falla al plan, o peor, descubriría la magnitud del riesgo que asumía. Tomé una cesta grande. Cambié mi ropa por una más ligera y cómoda. Lancé mi abrigo y mi toalla en la cesta. Alcé mis zapatos, aún tenían sangre pegada a los bordes y la horma. Me los calcé, mientras me convencía de que era "normal". Llené un botella grande de agua para el camino de ida.
- Y regreso... -me corregí tras un minuto. Regresaría, me dije.
El estrecho camino hacia el mar iniciaba a escasos metros de la casa. Al dar los primeros pasos, me acobardé. Me sentí rodeada por la muerte, sentía que las opciones se me acababan, que me faltaba el aire. Negué con la cabeza. Era cuestión de voluntad, tenía que verlo y repetirlo durante el trayecto. Saqué el abrigo de la cesta y me lo ceñí. La brisa salada me calaría hasta las huesos antes de tocar la arena. Sujeté la canasta sobre mi cabeza y pisé firme mientras reemprendía la marcha.
Tenía cinco años siendo parte de aquel lugar. Siempre al margen de Néboa, como mi predecesor. Era un rol bastante particular el suyo, el que heredé. Cuando me marché de mi tierra natal... "Ah, mi terruño", pensé. Una localidad pequeña bañada por el sol y mecida por el vaivén de las olas. Allí era difícil, casi imposible, diferenciar si el calor era cosa del sol o la afabilidad de su gente. A los escasos minutos de salir de la ducha, volvías a estar bañado: en sudor. Todos terminábamos en el mar, como hipnotizados por esa masa azul de voz cantarina y sutil.
Me estremecí por el crepitar de las olas, cien metros por debajo de mí. Caminaba con sigilo, con los músculos agarrotados. Había andado un largo trecho, con la mente en el pasado y el frío en los huesos.
Era historia patria lo sucedido. A mi predecesor se le marchitaba la vida, como a una flor que nació contra todo pronóstico en el desierto, era necesario un sustituto. Mi población era gente inmersa en el mar y el calor, gente que contaba las horas para que saliese el sol. Aunque este, a ratos, pudiese asfixiar hasta los pensamientos. Aprovechábamos la noche, su frescor, su sosiego, pero sin aferrarnos a ella.
Contuve el impulso de volver la vista a Néboa. Éramos distintos.
Accedí a ser "transplantada". Pocas cosas eran tan necesarias -y extrañas en mi maleta-, como un neceser de semillas. Claro, las advertencias sobre la comida venenosa fueron alarmantes, pero accedí. La casa de mi predecesor, mi actual hogar, era lo más parecido al anterior. Lo más fiel a la tierra que abandoné.
Terminé el recorrido sin notarlo. Los recuerdos empañaron mi mirada, me mantuvieron caminando. Entre suspiros, añoranzas y sorbos de soledad, sorteé los embates del viento marino que, en el último tramo, me sacó la capucha. Dejé caer la cesta en la arena, esa alfombra dorada que masajeaba mis pies adoloridos. El firmamento se cubrió de nubes, parecía un niño envuelto en gruesas sábanas oscuras que se protegía del frío. Me interné unos metros en el mar.
Tras horas de penoso esfuerzo, a escasa luz, saqué unos pocos peces. Los solté en la cesta y me dejé caer en la alfombra de arena. Jadeaba, me costaba incluso respirar. Cerré los ojos, quería descansar un poco.
- Señorita... estás despier... -me despabilé, como quien se despierta de una pesadilla.
Tomé un puñado de arena y lo lancé a sus ojos, mientras retrocedía como un animal herido. Estaba a la defensiva, en cunclillas con la adrenalina en tropel por las venas. El hombre lloraba hasta que otro le vació una botella de agua sobre los ojos. El segundo se había bajado de un pequeño bote de remos. Me incorporé, eran viajeros; no lugareños.
Ahora lo veía, ahora estaba consciente.
Di zancadas hacia ellos, haciendo un mohín por el dolor sin tregua.
- ¿Estás bien? -le pregunté-. Pensé que eras del pueblo, me disculpo por mi reacción.
El hombre de pie junto al otro me observó en silencio. El afectado parecía hilar lo sucedido, tenía la confusión en el semblante.
Parpadeo varias veces, hasta que recuperó la visibilidad por completo.
- Estábamos perdidos en altamar desde hace tres días, con 50 hombres a bordo pensamos que moriríamos de inanición -contó sin mirarme. Ambos barrían el entorno con la vista, parecían buscar algo-. ¿Dónde está la señal? -le preguntó al otro.
El aludido negó con la testa, con semblante reflexivo.
-¿Qué señal? -les interrogué.
Por un momento, parece que los dos olvidaron mi existencia.
- Como le comentó mi compañero, teníamos días perdidos en altamar. Somos comerciantes -dijo, a modo de explicación. Este hablaba de manera más informal, aunque estaba igual de distraído que el primero-. Al principio una tormenta, y luego unas embarcaciones de vándalos nos obligaron a desviarnos. Sin embargo, hace horas vimos una señal en esta dirección y la seguimos.
Me senté frente a ellos. Enhebrando su historia, su extrañeza me resultó contagiosa.
- El viejo de nuestro barco, recordó una leyenda popular. Cuenta que por estas aguas, aparece una señal a ratos, que ayuda a los perdidos -relató el primer hombre.
- No le creeríamos, si ese viejo no tuviese fama de escéptico -siguió el otro-. Sin embargo, el anciano agregó después, con aire de confidencia, que él mismo sobrevivió tres años antes por la señal de esta tierra... -terminó con tono abstraído.
¿Tres años antes?, intenté hacer memoria. Mientras miraba los pescados en la cesta. Cada uno estaba ensimismado, por eso, ninguno escuchó los pasos.
Se acercó a nosotros, mientras en el firmamento se disipaba el manto de nubes. Entre el aleteo de pelícanos que se zambullían y se hacían de una buena presa, sin esfuerzo, sin dificultad. Les envidié por esos dotes que la naturaleza les sirvió tan caritativa, a manos llenas.
- ¡¡¡Aura!!! -exclamó tendiendo los brazos hacia mí.
Las emociones hacen con nosotros lo que quieren, engrandecen o minimizan nuestras tragedias y caos internos. Solo así explico que, en un tris, me arrojé a abrazarlo. Como si fuese el más entrañable y anhelado pariente.
- Estás tan bonita -dijo besándome la frente con desmedida ternura.
- ¿Se conocen? -la pregunta rompió aquella burbuja de paz que produjo el reencuentro. Los hombres en la arena nos miraban desconcertados.
- Esta muchacha, Aura, es la señal que les conté. Es la que salva a gente perdida en el mar y los conduce a las orillas...
Los ojos de los otros salieron de sus órbitas.
No me gustaban los incrédulos. Menos aún que desconfiaran de mis amigos. Sí, aún tenía amigos repartidos por lugares que nunca vería.
- No tengo mucho que ofrecerles esta vez, Domingo -me excusé con mi anciano amigo, mientras recogía la cesta. Los pelícanos querían hacerse con mi pesca y empezaban a rondarla-. Pero puedo acogerlos en casa, mientras estudian los daños y qué tan lejos están de su destino.
- Podemos ir al pueblo más cercano... -sugirió el sujeto al que ataqué con la arena minutos atrás.
Clavé la mirada en mis pies descalzos y heridos.
Domingo le dio un coscorrón en el acto. Era anciano, pero tenía un carácter fuerte.
- Acá no hay posadas -señaló con un ademán primero la costa y luego el desfiladero-. Hace siglos mataron a la gente que habitaba el lugar. A muchos los tiraron de los riscos para que se hiciesen pedazos... -le toqué el hombro antes que continuara. Él calló por un instante-. Hay un pueblo -dijo con tristeza.
Alcé la testa y me volví hacia los extraños. Sentía vergüenza de lo que iba a confesarles.
- Se llama Néboa, el pueblo. Extranjero que entre, es asesinado -quedaron petrificados-. El único sitio que suelen evitar... es mi hogar.
Hubo un minuto de silencio. Domingo recogió mis zapatos, y me calcé sin pronunciar palabra.
- ¿Por qué respetan tu vida? -inquirió uno de los marineros.
- Por esto... -exclamé escuetamente, mientras dejaba a un lado la cesta y caía sobre la arena mi abrigo, que había rozado hasta mis tobillos.
Los tres hombres protegieron sus ojos con las manos. Se protegían de la luz.
Cuenta una leyenda que en una isla, que los marineros y exploradores han decidido borrar de los mapas, hay una población hostil. Sus habitantes llevados por los más bajos y recalcitrantes instintos planifican en conjunto la muerte de los extranjeros que pisan sus tierras. Rodeada por aguas traslúcidas, bordeada por el canto de las aves y visitada por pelícanos o gaviotas, permanece alejada de la sociedad. Aquel paraje sumido en las sombras, en que reina la desesperación y donde el sol no penetra; existe una señal.
La misma que han visto por décadas y décadas, por un siglo u otro, comerciantes, exploradores y marineros, los ha rescatado de una muerte lenta. De la muerte que empieza por el abandono a sí mismos y, sigue, por la inanición. Hombres escépticos la cuentan a hijos, a nietos y a quien quiera escucharla, antes de abandonar puerto. No hace diferencia si resplandece el sol en lo alto del firmamento o las nubes cubren el cielo, sin que se diferencie el día de la noche. Una luz centellea en el puerto. En la bahía o en lo alto del desfiladero. No, no es un faro. A medida que te acercas a la luz, cuentan los dos hombres entrados en años con la piel erizada (como cada vez que hablan del tema), diferencias una figura.
- Verás una silueta, la silueta de una mujer...
- ¿Cómo es? -pregunta el que está pronto a embarcarse.
- Tiene un rostro y una mirada infinitamente triste. Piel blanca como la nieve, pues el sol se aloja de manera particular en ella...
- Melena larga y achocolatada, labios rojos como trinitarias...y una extraña dignidad, con perfume a sobreviviente.
- ¿Se enamoraron de ella? -pregunta con jocosidad el viajero.
- Te enamoras de lo que huele a vida, cuando cruzas un cementerio como aquel -terció un hombre anciano, que se movía con dificultad.
- ¿Dices lo del cementerio por el pueblo, viejo?
- La muchacha es la única luz que hiere a esa oscuridad, es la única que franquea sus fronteras. Allí se elevan los muros, cada habitante está definido por la silueta de la ausencia; un lugar donde el sol no llega.
El viajero alzó su equipaje y se despidió de los otros. Mientras rezaba en murmullos que, si se perdía, diese con esa señal. Fuese acogido por la muchacha, en lugar de ser descubierto por la cruenta comunidad. Se embarcó, si saber que la leyenda se eternizó como el rumor del mar.
A kilómetros de allí, una muchacha de piel lozana y una tristeza profunda como el mismo océano, miraba al horizonte. Tomaba su café con lentitud, mientras escrutaba las lejanías, alerta. Alerta por si algún barco naufragaba, por si alguien necesitaba una señal para sobrevivir.
Vertí la miel en la cuchara. La saboreé, era insuficiente para una última cena. Si marchaba a Néboa, me descompensaría en el trayecto. Empezaba a sentir los mareos y la vista nublada. Era la interrupción abrupta de una historia.
Me harté.
Nada podía esperar de la ciudad. En casa, agoté las últimas alternativas. Tendría que bajar por el desfiladero hasta el mar. Me levanté de ipso facto, sin dejar espacio para las reflexiones. Si lo pensaba demasiado, le encontraría alguna falla al plan, o peor, descubriría la magnitud del riesgo que asumía. Tomé una cesta grande. Cambié mi ropa por una más ligera y cómoda. Lancé mi abrigo y mi toalla en la cesta. Alcé mis zapatos, aún tenían sangre pegada a los bordes y la horma. Me los calcé, mientras me convencía de que era "normal". Llené un botella grande de agua para el camino de ida.
- Y regreso... -me corregí tras un minuto. Regresaría, me dije.
El estrecho camino hacia el mar iniciaba a escasos metros de la casa. Al dar los primeros pasos, me acobardé. Me sentí rodeada por la muerte, sentía que las opciones se me acababan, que me faltaba el aire. Negué con la cabeza. Era cuestión de voluntad, tenía que verlo y repetirlo durante el trayecto. Saqué el abrigo de la cesta y me lo ceñí. La brisa salada me calaría hasta las huesos antes de tocar la arena. Sujeté la canasta sobre mi cabeza y pisé firme mientras reemprendía la marcha.
Tenía cinco años siendo parte de aquel lugar. Siempre al margen de Néboa, como mi predecesor. Era un rol bastante particular el suyo, el que heredé. Cuando me marché de mi tierra natal... "Ah, mi terruño", pensé. Una localidad pequeña bañada por el sol y mecida por el vaivén de las olas. Allí era difícil, casi imposible, diferenciar si el calor era cosa del sol o la afabilidad de su gente. A los escasos minutos de salir de la ducha, volvías a estar bañado: en sudor. Todos terminábamos en el mar, como hipnotizados por esa masa azul de voz cantarina y sutil.
Me estremecí por el crepitar de las olas, cien metros por debajo de mí. Caminaba con sigilo, con los músculos agarrotados. Había andado un largo trecho, con la mente en el pasado y el frío en los huesos.
Era historia patria lo sucedido. A mi predecesor se le marchitaba la vida, como a una flor que nació contra todo pronóstico en el desierto, era necesario un sustituto. Mi población era gente inmersa en el mar y el calor, gente que contaba las horas para que saliese el sol. Aunque este, a ratos, pudiese asfixiar hasta los pensamientos. Aprovechábamos la noche, su frescor, su sosiego, pero sin aferrarnos a ella.
Contuve el impulso de volver la vista a Néboa. Éramos distintos.
Accedí a ser "transplantada". Pocas cosas eran tan necesarias -y extrañas en mi maleta-, como un neceser de semillas. Claro, las advertencias sobre la comida venenosa fueron alarmantes, pero accedí. La casa de mi predecesor, mi actual hogar, era lo más parecido al anterior. Lo más fiel a la tierra que abandoné.
Terminé el recorrido sin notarlo. Los recuerdos empañaron mi mirada, me mantuvieron caminando. Entre suspiros, añoranzas y sorbos de soledad, sorteé los embates del viento marino que, en el último tramo, me sacó la capucha. Dejé caer la cesta en la arena, esa alfombra dorada que masajeaba mis pies adoloridos. El firmamento se cubrió de nubes, parecía un niño envuelto en gruesas sábanas oscuras que se protegía del frío. Me interné unos metros en el mar.
Tras horas de penoso esfuerzo, a escasa luz, saqué unos pocos peces. Los solté en la cesta y me dejé caer en la alfombra de arena. Jadeaba, me costaba incluso respirar. Cerré los ojos, quería descansar un poco.
- Señorita... estás despier... -me despabilé, como quien se despierta de una pesadilla.
Tomé un puñado de arena y lo lancé a sus ojos, mientras retrocedía como un animal herido. Estaba a la defensiva, en cunclillas con la adrenalina en tropel por las venas. El hombre lloraba hasta que otro le vació una botella de agua sobre los ojos. El segundo se había bajado de un pequeño bote de remos. Me incorporé, eran viajeros; no lugareños.
Ahora lo veía, ahora estaba consciente.
Di zancadas hacia ellos, haciendo un mohín por el dolor sin tregua.
- ¿Estás bien? -le pregunté-. Pensé que eras del pueblo, me disculpo por mi reacción.
El hombre de pie junto al otro me observó en silencio. El afectado parecía hilar lo sucedido, tenía la confusión en el semblante.
Parpadeo varias veces, hasta que recuperó la visibilidad por completo.
- Estábamos perdidos en altamar desde hace tres días, con 50 hombres a bordo pensamos que moriríamos de inanición -contó sin mirarme. Ambos barrían el entorno con la vista, parecían buscar algo-. ¿Dónde está la señal? -le preguntó al otro.
El aludido negó con la testa, con semblante reflexivo.
-¿Qué señal? -les interrogué.
Por un momento, parece que los dos olvidaron mi existencia.
- Como le comentó mi compañero, teníamos días perdidos en altamar. Somos comerciantes -dijo, a modo de explicación. Este hablaba de manera más informal, aunque estaba igual de distraído que el primero-. Al principio una tormenta, y luego unas embarcaciones de vándalos nos obligaron a desviarnos. Sin embargo, hace horas vimos una señal en esta dirección y la seguimos.
Me senté frente a ellos. Enhebrando su historia, su extrañeza me resultó contagiosa.
- El viejo de nuestro barco, recordó una leyenda popular. Cuenta que por estas aguas, aparece una señal a ratos, que ayuda a los perdidos -relató el primer hombre.
- No le creeríamos, si ese viejo no tuviese fama de escéptico -siguió el otro-. Sin embargo, el anciano agregó después, con aire de confidencia, que él mismo sobrevivió tres años antes por la señal de esta tierra... -terminó con tono abstraído.
¿Tres años antes?, intenté hacer memoria. Mientras miraba los pescados en la cesta. Cada uno estaba ensimismado, por eso, ninguno escuchó los pasos.
Se acercó a nosotros, mientras en el firmamento se disipaba el manto de nubes. Entre el aleteo de pelícanos que se zambullían y se hacían de una buena presa, sin esfuerzo, sin dificultad. Les envidié por esos dotes que la naturaleza les sirvió tan caritativa, a manos llenas.
- ¡¡¡Aura!!! -exclamó tendiendo los brazos hacia mí.
Las emociones hacen con nosotros lo que quieren, engrandecen o minimizan nuestras tragedias y caos internos. Solo así explico que, en un tris, me arrojé a abrazarlo. Como si fuese el más entrañable y anhelado pariente.
- Estás tan bonita -dijo besándome la frente con desmedida ternura.
- ¿Se conocen? -la pregunta rompió aquella burbuja de paz que produjo el reencuentro. Los hombres en la arena nos miraban desconcertados.
- Esta muchacha, Aura, es la señal que les conté. Es la que salva a gente perdida en el mar y los conduce a las orillas...
Los ojos de los otros salieron de sus órbitas.
No me gustaban los incrédulos. Menos aún que desconfiaran de mis amigos. Sí, aún tenía amigos repartidos por lugares que nunca vería.
- No tengo mucho que ofrecerles esta vez, Domingo -me excusé con mi anciano amigo, mientras recogía la cesta. Los pelícanos querían hacerse con mi pesca y empezaban a rondarla-. Pero puedo acogerlos en casa, mientras estudian los daños y qué tan lejos están de su destino.
- Podemos ir al pueblo más cercano... -sugirió el sujeto al que ataqué con la arena minutos atrás.
Clavé la mirada en mis pies descalzos y heridos.
Domingo le dio un coscorrón en el acto. Era anciano, pero tenía un carácter fuerte.
- Acá no hay posadas -señaló con un ademán primero la costa y luego el desfiladero-. Hace siglos mataron a la gente que habitaba el lugar. A muchos los tiraron de los riscos para que se hiciesen pedazos... -le toqué el hombro antes que continuara. Él calló por un instante-. Hay un pueblo -dijo con tristeza.
Alcé la testa y me volví hacia los extraños. Sentía vergüenza de lo que iba a confesarles.
- Se llama Néboa, el pueblo. Extranjero que entre, es asesinado -quedaron petrificados-. El único sitio que suelen evitar... es mi hogar.
Hubo un minuto de silencio. Domingo recogió mis zapatos, y me calcé sin pronunciar palabra.
- ¿Por qué respetan tu vida? -inquirió uno de los marineros.
- Por esto... -exclamé escuetamente, mientras dejaba a un lado la cesta y caía sobre la arena mi abrigo, que había rozado hasta mis tobillos.
Los tres hombres protegieron sus ojos con las manos. Se protegían de la luz.
Cuenta una leyenda que en una isla, que los marineros y exploradores han decidido borrar de los mapas, hay una población hostil. Sus habitantes llevados por los más bajos y recalcitrantes instintos planifican en conjunto la muerte de los extranjeros que pisan sus tierras. Rodeada por aguas traslúcidas, bordeada por el canto de las aves y visitada por pelícanos o gaviotas, permanece alejada de la sociedad. Aquel paraje sumido en las sombras, en que reina la desesperación y donde el sol no penetra; existe una señal.
La misma que han visto por décadas y décadas, por un siglo u otro, comerciantes, exploradores y marineros, los ha rescatado de una muerte lenta. De la muerte que empieza por el abandono a sí mismos y, sigue, por la inanición. Hombres escépticos la cuentan a hijos, a nietos y a quien quiera escucharla, antes de abandonar puerto. No hace diferencia si resplandece el sol en lo alto del firmamento o las nubes cubren el cielo, sin que se diferencie el día de la noche. Una luz centellea en el puerto. En la bahía o en lo alto del desfiladero. No, no es un faro. A medida que te acercas a la luz, cuentan los dos hombres entrados en años con la piel erizada (como cada vez que hablan del tema), diferencias una figura.
- Verás una silueta, la silueta de una mujer...
- ¿Cómo es? -pregunta el que está pronto a embarcarse.
- Tiene un rostro y una mirada infinitamente triste. Piel blanca como la nieve, pues el sol se aloja de manera particular en ella...
- Melena larga y achocolatada, labios rojos como trinitarias...y una extraña dignidad, con perfume a sobreviviente.
- ¿Se enamoraron de ella? -pregunta con jocosidad el viajero.
- Te enamoras de lo que huele a vida, cuando cruzas un cementerio como aquel -terció un hombre anciano, que se movía con dificultad.
- ¿Dices lo del cementerio por el pueblo, viejo?
- La muchacha es la única luz que hiere a esa oscuridad, es la única que franquea sus fronteras. Allí se elevan los muros, cada habitante está definido por la silueta de la ausencia; un lugar donde el sol no llega.

A kilómetros de allí, una muchacha de piel lozana y una tristeza profunda como el mismo océano, miraba al horizonte. Tomaba su café con lentitud, mientras escrutaba las lejanías, alerta. Alerta por si algún barco naufragaba, por si alguien necesitaba una señal para sobrevivir.