Escuchaba a una gota sucederle a la anterior. Al principio, le tuve miedo al silencio. Se hacía cada vez más frecuente, como un recordatorio de cuánto perdimos. Entonces, cuando mis músculos se contraían y empezaban mis pesadillas despierto; ella cantaba.
Su voz era dulce, supe desde entonces, que no hallaría otra como la suya. Cantaba sobre el dolor de una Chiquitita y, con cada tonada, rompía los grilletes que me oprimían el corazón. Me sonreía desde la cama, donde ahora pasaba la mayor parte del día.
Confería a ese espacio, lleno de goteras y carencias, una paz inexplicable.
- Te pareces a él -susurraba a mi oído, con frecuencia.

- ... Me gusta eso. Cuando te veo, sé que fue real. Sé que estuvo aquí -me acarició los cabellos y beso mi frente. Con pausa, como si besase mi memoria y su imagen.
Dos años atrás, papá enfermó. Mamá tardó otros seis meses en descubrirlo. Lo hizo una mañana cualquiera, cuando lo vio vomitar sangre. Él se limitó a pedirle perdón.
- Lo lamento, ensucié tu camisa favorita.
Presencié la escena, extrañado por la discrepancia entre sus reacciones y la mancha carmesí en la prenda blanca. Esa camisa era especial, la reservaban para sus citas. Mi papá tomó el dinero que usaría para comprarse una nueva y, en su lugar, nos invitó a caminar por el mar.
El romper de las olas, acompañaba su explicación. Los gases producidos por la fábrica próxima a nuestro hogar, le estaban "acortando la vida", dijo. Excepto en ocasiones como aquella, su estado no se exteriorizaba. Sin embargo, sus órganos empezaban a fallar.
Estaba muriendo desde las entrañas, como una estrella que se apaga y nos regala una luz, casi ficticia. Empecé a callar, me deslizaba silente por la casa. Pero cuando se hizo una constante, ellos tomaban acciones exageradas y sobre actuadas. Al cabo, terminaba riendo sin remedio.
Miré mis pies negros por el sucio, los balanceaba al ritmo de la melodía.
Recordé más.
Ahora escuchaba cómo llamaban a la puerta. Atendía papá, con una complexión débil y medias lunas bajo los ojos. El visitante era un desconocido que pidió hablar con mamá. Fue uno de incontables extraños, extravagantes y tozudos hombres.
Sucedían tantos eventos en torno nuestro, que me perdía. Era difícil seguirles el ritmo.
- ¿En qué piensas? -me preguntó ella.
Asentí. Era hermosa, pero a medida que crecía. esa palabra me parecía contradictoria o escueta. ¿Cómo definirla sin recurrir al cliché? Ella era como el rocío. Era como el amanecer que baña de tonos el cielo, que despierta al mundo, por el que cantan las aves o los hombres establecen su jornada. Era como un ritmo que te genera ganas de bailar o una música que repites en tu cabeza.
Era como la palabra amable y sincera, que detiene tus tormentas.
Por eso, aquellos hombres vinieron; aún con papá vivo. Incluso con él presente, le ofrecieron recibirla como concubina, como amante... otros, más descarados, si se puede, le prometían casarse. Cuando tenían matrimonios con jóvenes y tristes mujeres.
Sentía el palpitar del corazón en las yemas de los dedos. Cuando el cuerpo de papá todavía estaba caliente, cuando lo abrazábamos esperando que todo fuese una mentira, llegaron. Insistieron a mamá, le prometieron cuánto pudiese desear. Ella me vio, por un largo momento, antes de responder.
- Tengo todo lo quiero aquí -exclamó con firmeza, con un porte digno que los hizo retroceder-. Ustedes son cuencos vacíos, para una vida poco adornada pero llena como la nuestra.
Mis pies están limpios, ya no juego en el barro. Abrazo la tela que cosías con paciencia infinita, durante tu muerte lenta. Con tu única aguja, sin hilo, me parece que guarda tu memoria y tu fragancia a rocío. Esa tarde, cuando volvía del colegio, te encontré con el cabello a la altura de los hombros. Tejiendo alegre. Te pregunté por tu melena que antes llegaba a la cintura y era la enviada de las señoritas finas.
Lo supe al mirar tu aguja. Brillaba con el sol de mediodía, hacías una puntada tras otra. Presa de la euforia, como si el gesto te llenase de miel el paladar. Allí estaba, el hilo del impermeable que hacías para mí. Lloré.
Las lágrimas me quemaban la piel, creí que abriría surcos en mis mejillas. Eras la fogata que se me apagaba, te ibas haciendo tenue. Supe con horrorosa certeza, por qué soportaste tanto. Por qué no te marchitaste cuando papá murió. Querías amarlo de nuevo, con la hondura del mar y la certeza del amanecer. Querías que yo sobreviviese, que surgiese como el legado de amor de ambos.
Abrazo el impermeable y mis lágrimas resbalan en él. Durante años, sentí que me asfixiaba. Mientras crecía, sentí que me empujaban a tener, a poseer, a competir con los otros y traicionar. Entonces, cuando siento que me desmorono, vuelvo a la habitación. Retorno a las goteras, la mesa de madera carcomida, los pies sucios y heridos por algún descuido. Revivo el beso que me dabas en la frente, revivo tus palabras cuando los hombres finalmente se fueron.
Tomaste mi barbilla, alzaste mi rostro y me miraste a los ojos.
- Si quiero alguna gloria, tú lo eres. Si quiero felicidad, en ti la encuentro. Si quiero fuerza, la encuentro en tu sonrisa. Si quiero un sentido para mi vida; es que descubras el sentido de la tuya -modulabas cada palabra, Estabas tallándolas en mi alma; y lo sabías.

Leo en silencio: "seremos las estrellas de tu norte, construye un camino que nos reúna". De repente, no me siento solo. Siempre los llevo conmigo. El impermeable me recordó que nunca fuimos pobres; nos teníamos. La comida era la cantidad perfecta para compartirla, para hacernos más unidos.
Mi tristeza, mi soledad, mi desánimo, mis miedos, mis "imposibles", todos y cada uno resbalaban en el impermeable.
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