Me hipnotizaba aquel estanque, su pasividad. Parecía imperturbable y eterno, como si el sol jamás lo evaporaría. Observaba mis piernas bajo el agua trasparente, resplandecían en ella, mientras respiraba con calma. Intentaba imaginar a qué sabría el aire. Le atribuía un sabor adictivo e incomparable, eso explicaría la dependencia que mis pulmones tenían de él.
- ¿Las perdiste de nuevo? -preguntó asomándose a las aguas.
- Sí, estoy varada acá -dije con un dejo de tristeza.
Me miró con los ojos tan abiertos, dominados por el asombro. Una sorpresa que la rutina no enterraba, ni disminuía.
- Eres un diamante -soltó resuelto, antes de zambullirse en el acto. Con la ropa y los zapatos puestos.
Toqué mi garganta. Se me escaparon las palabras, mientras el agua salpicaba bañando mi vestido verde esmeralda. Pensé que me confundiría con el pasto que rodeaba el estanque. Ese chiquillo solo alimentaba mi duda existencial. Me causaba gracia. La gente se preguntaba por cosas como si las cebras son blancas con rayas negras o viceversa, si el huevo fue antes de la gallina o era al contrario; y un sinfín de inquietudes similares. En cambio, yo me cuestionaba si mi constitución de cristal me hacía mimetizarme o resaltar.
Tendí lo que quedaba de mí en la alfombra natural. Mi sombrero de paja quedó presionado con mi cabeza, mientras ponía mi mano al sol. Si mis pulmones eran adictos al aire, yo lo era a cuestionarme. Una pregunta tras otra surgía en mi cabeza.
Evidentemente, esto y mi fragilidad me volvían insoportable para la mayoría.
Solté un risilla.
- ¡Qué mentirosa!
A falta de compañía, tomé el gusto a discutir conmigo. Lo cual, como era de esperar, fue más efectivo para aislarme que un anillo de seguridad. Ahora mi rareza iba allende de mi apariencia, había calado hasta mi carácter.
Dejó las piernas, desde las rodillas hasta la punta de los pies, a mi lado. Movió su cabeza frenéticamente hacia un lado y al otro, escurriéndose como hiciera un perro. Sentándose con las piernas cruzadas, las manos sosteniendo los pies y el estruendo propio de sus actos, preguntó:
- Y ahora, ¿qué?
- Eres el único que me soporta -dije como si siguiese el ritmo de mis diálogos intrapersonales.
- ¿Para qué quieres que otros lo hagan?
Puse mi mano frente a sus ojos y un prisma se dibujó en su nariz.
- ¿No es eso lo que todos quieren?
- ¿Por qué? -replicó.
- Porque todos quieren encajar.
Hizo un ademán reflexivo.
- Pero tú ya encajas. Encajas aquí. No puedes recortar la pieza de un rompecabezas para adaptarla donde no va. Si lo haces, aunque "encaje", la imagen estará incompleta. Es ridículo
Teníamos conversaciones de toda índole. Usualmente, las olvidábamos entre muchas otras. Hasta que algún comentario nos hacía recordarlas. Era como si nuestras mentes fuesen habitaciones desordenadas que guardasen reliquias entre tantos trastes.
Él era un inadaptado por esa mezcla de rarezas que lo constituían. Medía 1.30 cm, tenía una fortaleza que ningún rasgo de su complexión sugería. Sus ojos destellaban, podría entretenerse hasta con una hormiga. En cuestión de segundos, se aburría y volvía a centrar su atención. Nada le resultaba más fascinante que la vida misma; excepto quizás, qué explicación escondía la mía.
Era un bonachón, que se hartaba e iba. Prefería acumular capítulos cerrados en su vida, antes que libros inconclusos o sin sentido. Zanjaba los asuntos con pasmosa facilidad, resuelto y sin rodeos. Pragmático e idealista, alguien así comparte mucho consigo.
- ¿Te expondrás a esta asesina serial? -inquirí fingiendo una mirada siniestra.
Prorrumpió en carcajadas. Mis intentos por "entrar" en los estereotipos salvajes que otros formaron de mí, fracasaban convertidos en muecas graciosas y artificiales. Me dio la espalda. Ofreciéndome sujetarme de su cuello. Allí no podríamos unir mis piernas acristaladas a mis rodillas.
Existían sus ventajas cuando se es tomado por demente. Tienes espacios privados, sin necesidad de pedirlos, sin trámites ni burocracia. Solo un acuerdo tácito conocido como marginación. Se levantó, sin esfuerzo aparente. Cogió las piernas del césped y jugueteó con ellas, fingiendo que eran mancuernas. Así se mantuvo durante el trayecto, mientras nos alejábamos del estanque.
Escuchaba los sollozos de mi madre.
Mi padre discutía con ferocidad, parecía tan amenazante como un oso parado en sus patas traseras. Fiero y varonil, resuelto y firme. Entendía palabras sueltas, "subasta", "compradores", "pueblo", "oportunidad". Eran carentes de significado para mí, pero ella lloraba. Él avanzaba a zancadas y empujaba afuera a un hombre.
Entonces, salí de mi escondite bajo la mesa. Donde había estado abrazando mis piernas y jugando a ser un ovillo. Ninguno advirtió que pasé entre ellos, hasta que estaba frente al visitante.
- Papi, ¿qué ocurre? -pregunté con confianza desmesurada.
Una expresión de horror le atravesó el rostro. Mi madre corrió hasta mí, se agachó y me ocultó entre sus brazos. Todo, en un instante. En un parpadeo.
- Es mi hija -le escuché decir, con la cabeza entre su hombro y su testa.
- Entienda, Amanda. Casi muere desangrada por esa... criatura -replicó una voz ronca.
"Criatura", proceso mi mente. Así se refieren a los animales. Criatura, no humana. No niña, no persona.
- ¿Fue tu sangre? -escupió ella.
Las manos de mamá, parecían garras en mi espalda. Sin embargo, no me herían. Nada lo hacía. Al menos, en teoría. Mi papá un hombre de 2,20 cm avanzó hacia el otro, sus pisadas hicieron retumbar el suelo. Cuando provocaba aquello -siempre adrede-, semejaba a un luchador de sumo. Nunca antes lo hizo fuera de nuestros juegos, emulando a los deportistas nipones.
- Soy hija única... -exclamé, casi pidiendo clemencia. Por años, pedí perdón en silencio, por arrebatarles la oportunidad de otro hijo.
Un doctor tuvo que reconstruir los órganos de mi madre, pero jamás podría concebir o dar a luz de nuevo. La noticia se extendió como un incendio, y allí, a mis espaldas estaba el fuego. Resplandecían sus llamas y su calor golpeaba en la cara a mis padres.
- ¡¡No es un objeto!! -rugió ella.
- ¡¡No se vende a la familia!! -bramó mi padre, dando otro empujón al hombre y haciéndolo caer sentado.
Mi corazón de agrietó.
Ahora entendía las palabras inconexas. Solté un alarido, como el lamento de un alma en pena. Me caí.
- ¡¡Elenaaaa!!
Lloraba y caían gotas de cristal contra el suelo. Se rompían por el impacto y se dispersaban. Marco retrocedió, para evitar que se marcasen en su piel.
Lloré. Sollocé hasta que mi marea interna se calmó, hasta sentirme agotada.
- Eres fuerte -exclamó él, apartando con el zapato los restos de cristal-. Podías decirme que escogiste el lugar, me distraje.
Volví en mí. Era cierto, estábamos lejos del césped y la zona más arboleda. Le hice un ademán para que mirase a otro lado. Asintió y giró en sus talones. Nadie transitaba por aquella área, era peligroso, podría coincidir con nosotros dos. Aparté ligeramente el vestido de mi "piel" y observé mi pecho. Allí estaba, la grieta en el corazón. Parecía astillado. Resoplé.
- Está astillado -di el diagnóstico.
- Comencemos con las piernas. Preparé un té con miel para ti y un tequila para mí, mientras te arreglas.
Sacó el mechero enchapado en cobre. Había sido pulido y brillaba, generando confusiones con el oro. Sostuvo mi corva con la mano izquierda, levantándola, mientras acercaba el fuego a ambas. Hice un mohín. Existían solo otros dos mecheros como ese. Mientras la gente, los normales, los que valían, requerían infinidad de tratamientos y materiales; yo necesitaba un encendedor. Ellos se curaban con gazas, medicinas, anestesias, cirugías, quirófanos y doctores. Yo, con el fuego de un gas infinito.
Cada herida mía, conllevaba a una operación: ambulante, rutinaria y frecuente.
Miré el cuello de Marco. Luego mis manos; y repetí.
- Eres anormal -concluí.
- No, solo soy yo mismo -respondió, pasando el fuego por la pierna derecha.
Él sabía que, separadas de mi cuerpo, solo eran piezas de cristal. No las sentía como propias, se rompía la conexión con ellas, como si fuesen miembros amputados. Apoyé las manos en el camino pavimentado y observé el cielo.
- No es normal lo que llamas normal.
Asentí. Él siguió con la intervención y yo detallaba el avanzar pausado de las nubes.
- Estás confundiendo normal con habitual.
- El cielo es una mentira, ¿no crees? -exclamé convencida.
Me estremecí. Estaba uniendo mi rodilla con su pierna respectiva. Me inquieté, impaciente moví los dedos. Me gustaban mis dedos, todos ellos. Delgados y alargados, como ramitas de algún árbol.
- Está enamorado de las aguas, déjalo.
- Pero las engaña -repliqué-. Se tiñe de azul...
- Compadécete un poco, ¿quieres? -recriminó.
- Pero es transparente -seguí.
- Entonces, no le engaña.
- ¿Ah? -apreté los dientes. Me silenció juntando mi pierna izquierda con su rodilla respectiva.
Solté el aire, tratando de sacar el mal trago. Me tendió la mano, para que probara mi recién recobrada movilidad. Parecía una niña dando mis primeros pasos, torpes y acelerados. Movía mis dedos como si desatase una subida de adrenalina.
Caminé hacia él. Sonreí, traviesa y fulgurante. Me moví en círculo, haciendo que el viento le diese a mi vestido apariencia de flor. Bailé, giré como bailarina una y otra vez. Sintiéndome libre, revitalizada, poderosa. Era como si me elevase del suelo, podía andar. Levanté mis brazos, entrelacé mis dedos y giré. El vértigo no me pararía.
Avancé bailando, canturreando. Movía los vuelos esmeralda de derecha a izquierda. Recibía el viento en el rostro, sostenía mi sombrero y sentía que, cuanto me rodeaba, era miel y delicias.
Marco me alcanzó torpemente, con su sonrisa de media luna y sus hoyuelos. Con su cabellos esponjados y castaños. Tarareando y dando puntapiés a cuantas piedras se encontraba. Pateó mis lágrimas caídas.
Lo empujé juguetona con mi hombro.
Así iba yo, el monstruo asesino. La distopía andante de esos lares, cantando y bailando, mirando en el mentiroso cielo mi reflejo. Me incliné. Recogí mis lágrimas en mi palma. Luego, incorporándome jugué con Marco, viendo quién las lanzaba más lejos. Allí iban mis penas, estrellándose. Siendo arrojadas por mis manos de cristal.
Mis memorias dolorosas se encontraban con el pavimentos y se rompían en millares de trocitos. Allí iba el hombre que quiso
venderme en la subasta, los que me llamaban monstruos, quienes pensaron que mi cuerpo era un arma. Salté.
Salté, y solté gritos de gozo mientras se desperdigaban por el suelo. Mientras perdían su forma. Quizás, Marco tenía razón. Quizás, mi complexión no fuese de cristal, sino de diamante. En ese instante, me sentía como una joya preciosa, como un trozo de firmamento.
Mi corazón seguía agrietado, alterando su perfecto y refinado acabado. Recordando las palabras de mis padres, necesitaba tiempo. Tiempo para comprender que todo en mí, era de un valor incalculable.
- Cuando te miras, te encuentras vacía. Cuando en realidad, estás rebosante de cuanto te rodea. Estás bullendo de vida.
Continuamos el recorrido como borrachos, ebrios de felicidad y simplicidad. Éramos dos piezas de un mismo rompecabezas.
Caminé hacia él. Sonreí, traviesa y fulgurante. Me moví en círculo, haciendo que el viento le diese a mi vestido apariencia de flor. Bailé, giré como bailarina una y otra vez. Sintiéndome libre, revitalizada, poderosa. Era como si me elevase del suelo, podía andar. Levanté mis brazos, entrelacé mis dedos y giré. El vértigo no me pararía.
Avancé bailando, canturreando. Movía los vuelos esmeralda de derecha a izquierda. Recibía el viento en el rostro, sostenía mi sombrero y sentía que, cuanto me rodeaba, era miel y delicias.

Lo empujé juguetona con mi hombro.
Así iba yo, el monstruo asesino. La distopía andante de esos lares, cantando y bailando, mirando en el mentiroso cielo mi reflejo. Me incliné. Recogí mis lágrimas en mi palma. Luego, incorporándome jugué con Marco, viendo quién las lanzaba más lejos. Allí iban mis penas, estrellándose. Siendo arrojadas por mis manos de cristal.
Mis memorias dolorosas se encontraban con el pavimentos y se rompían en millares de trocitos. Allí iba el hombre que quiso
venderme en la subasta, los que me llamaban monstruos, quienes pensaron que mi cuerpo era un arma. Salté.
Salté, y solté gritos de gozo mientras se desperdigaban por el suelo. Mientras perdían su forma. Quizás, Marco tenía razón. Quizás, mi complexión no fuese de cristal, sino de diamante. En ese instante, me sentía como una joya preciosa, como un trozo de firmamento.
Mi corazón seguía agrietado, alterando su perfecto y refinado acabado. Recordando las palabras de mis padres, necesitaba tiempo. Tiempo para comprender que todo en mí, era de un valor incalculable.
- Cuando te miras, te encuentras vacía. Cuando en realidad, estás rebosante de cuanto te rodea. Estás bullendo de vida.
Continuamos el recorrido como borrachos, ebrios de felicidad y simplicidad. Éramos dos piezas de un mismo rompecabezas.
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