domingo, 12 de marzo de 2017

El loco de la plaza

Encontré esta historia en una botella lanzada al mar. Entendí que alguien buscaba preservarla del tiempo, la nostalgia y el alzheimer colectivo. Es tan antigua como las lágrimas derramadas en la tierra que, sin saberlo, fermentan el suelo y alimentan multitud de árboles.
Cuenta que muchas vueltas del reloj atrás...
Estaba allí, el loco de la plaza. Sentado como siempre en el borde de la fuente, con su guitarra en mano, rasgando las cuerdas y mascullando. No tenía sombrero en el piso, tampoco un cartel a sus pies. Nadie lo miraba ya, nada valía para la sociedad.
El loco de la plaza, era un loco singular. Ni estaba desgarbado, ni sus ropas eran harapos, tenía los dientes completos y nunca se le veía arremeter contra la multitud. El alcohol no lo zarandeaba, ni le hacía dar traspiés aquí y allá. Ni mendigaba, ni robaba. Era nuestro loco, nuestro demente particular, que los lugareños mostraban como un espectáculo. Los niños se acercaban y le halaban de las ropas, otros le escupían o lanzaban copas rotas.
Él las esquivaba, casi sin mirar, les removía los cabellos y fingía cantar. Todos se preguntaban si su locura sería contagiosa. La falta de cordura era una sarna que lo consumía desde adentro y nadie quería compartir con él.
A nuestro loco, solo parecía interesarle su guitarra. Muchachos insolentes se la arrebatan y trataban de tocarla, pero la guitarra agotó sus notas. Así como la voz del loco se apagó.
Yo cruzaba a diario por esa plaza. La plaza de la "Guitarra sin notas", del "Loco del pueblo" o de la "Voz perdida", le llamaban los demás. Él era parte del inventario del lugar, quizás como un árbol, una estatua o un punto en el mapa.
Ese día, lloraba. Caminaba con mis ropas desgarradas, con mi cuerpo como una vergüenza, buscando un escondrijo donde meter la cabeza. Unos ladrones entraron a mi casa, mis cuatro paredes y mi techo. Mi rincón sin opulencias, solo revestido por mi dignidad de persona sencilla, que solo sabe trabajar por el pan de cada día. Sin embargo, ellos se llevaron todo.
Todo.
Vaciaron mi casa, sin dejarme ni un mendrugo de pan. Ni un vaso que rellenar con agua. Ni una almohada que hiciera menos duro el suelo, porque la cama y el colchón lo cargaron a cuestas. Mancharon las paredes con mi sangre. Porque me negué, porque quise conservar mi integridad.
Lloraba, lloraba con el cuerpo. Lloraba lágrimas rojas, que bañaban mis brazos y piernas. Las que aún retenía, se harían visibles como pintura en mi piel.
- ¿Por qué tu alma está turbada? ¿Quién la sacó de su armonía? -escuché una voz. Sin entender de dónde provenía. Sin reconocerla.
Me detuve. Caminé sin dirección, el suelo para mí lucía igual en cualquier parte. Tenía la melena enmarañada. Sentí el alma languidecer, "enmarañada como mi vida, como mi calamidad", pensé.
- Me escuchaste... -añadió la voz con calma. Con una paz que escapaba a mi razonamiento.
Tenía las manos manchadas, heridas por los vidrios que volaron por mi casa y minaron el suelo. Recordé las ventanas que ya no contendrían el viento nocturno. Parada, observé cómo la vida seguía. Observé cómo avanzaban los otros, pasaban por mi lado, como si fuese un espacio en blanco. Un espacio que se puede ocupar, pisotear y apartar.
Me sentía parte de la nada, trastocada y olvidada.
- ¿Acaso no me ves? -preguntó la voz.
La escuchaba cerca, próxima. Estaba tan fuera de mí, que me constaba reaccionar. Me quedaba sin asimilar.
- Solo te escucho -respondí como un murmullo.
Mi alrededor era una mancha borrosa, como si tuviese legaña en los ojos o estuviera envuelta en neblina.
Escuché cuerdas vibrar, una nota besó mi frente. Sentí que respiraba.
Me enderecé ante aquello. Necesitaba más. Como gotas de rocío fueron llegando más y más, con pausa y constancia. Seguía sangrando, pero las notas se hicieron analgésicas. Al darme cuenta, estaba caminado. Dando zancadas, apartando cabellos del rostro para buscar mejor. Hacía muecas por el dolor, pero me sentía caminar sobre las notas. Esquivaba a la multitud, soporté codazos, empujones y uno que otro improperio. 
- Llegaste... -me dijo al mirarme, frente a él.
El mundo se hizo un sueño acelerado. Una pesadilla que te consume, que te vuelve presa del pánico. Los sonidos se distorsionaron uno tras otro, las voces parecían guturales, el entorno una mancha fugaz y pálida. Sentía al corazón perforarme el pecho. Rasgó las cuerdas de su guitarra.
Hubo un alto de paz. Una gruta en el caos.
Las notas parecieron romperse como el cristal. Él, mirándome, tocó un acorde más largo. Con la espalda recta, los músculos relajados y, aún así, sumergido en su quehacer. Sentía que el entorno me oprimiría, pero las notas nos envolvieron. Respiré.
- ¿Qué sucede?
- Ah, ¿esto? - inquirió con cierto despiste en la voz.
Lo observaba incrédula.
- Te saliste de su sintonía -hizo un ademán con la testa, señalando a los demás.
- Eras mudo. Tu guitarra está rota -apelé a la lógica.
- Entonces, me temo que has perdido la cordura -negó fingiendo pena.
- ¿Me culparías? -repliqué sin pensar.
- Los locos no se culpan entre sí, eso es cuestión de cuerdos -siguió tocando.
Tiré mi cordura por el suelo.
Me senté a su lado.
Nunca antes vi algo así. Sentí que vaciaba su alma en cada nota, en cada acorde. Do, re, mi, fa, sol, la, si bailaban alrededor nuestro. Se elevaban y mezclaban, repiqueteaban como gotas de lluvia por la plaza y sus periferias.
El sol parecía más brillante, más cálido e incluso cercano. Las hojas parecían hechas de jade, fulguraban hasta tal punto, que pensé que me cegarían. El mundo iba adquiriendo nitidez, volviéndose amable. Y yo, seguía llorando con el cuerpo.
- Ya pasará. Todo pasa, vivimos en un ciclo infinitamente, finito. Pasajero -exclamó.
- ¿Por qué nunca te fuiste? -inquirí.
- Aquí me necesitan. Ustedes son mi propósito... -hizo una pausa, mientras iniciaba otra canción-. ¿Sabías que los niños me escuchan?
- ¿Cómo puede ser eso?
- Ellos escuchan a medias a los adultos, así que están entre una sintonía y otra.
- ¿Cómo perdiste tu sintonía?
Levantó los dedos de las cuerdas. Por un segundo, nuestro alrededor fue opacándose. Mis oídos volvieron a la pesadilla acelerada de antes, entonces, volvió a lanzar notas al aire.
- Yo no he perdido nada -respondió finalmente-. Excepto quizás, algunas uñas -lo miré con horror-, de guitarra quiero decir -agregó explicándose.
Eché la cabeza hacía atrás. El agua que discurría en la fuente parecía acompasada. Cerré los ojos. Solo quería escuchar, quería ser una planta y hacer fotosíntesis con las notas. Quería absorberlas.
- ¿Has perdido tu nombre? Es decir, ¿se lo llevaron?
- No... creo que no consiguieron cómo hacerse con él -respondí.
- Entonces, estarás bien.
Dejé que la sirena de piedra bañase mis cabellos. Con la cabeza fría, la locura parecía más dulce. "Todo pasa", recordé.
- También esta calma, ¿no?
El asintió comprendiendo.
- Estamos en el ojo, yo vivo aquí. Pero allá fuera sigue el huracán. Cuando te alejes de la plaza, todo cuanto dejaste: siguió su curso.
- Es una pesadilla allá afuera -me giré sobre el asiento de piedra. Empecé a lavar mis heridas, a enjugar mis lágrimas.
- Viniste hasta acá, ahora será una pesadilla consciente. Puedes recuperar el mando, puedes elegir.
Eché la espalda hacia atrás. Él siguió tocando, aunque ahora nos veíamos.
-  ¿Qué harás tú? Es decir, en algún momento debes dejar de tocar.
Dejó la guitarra a un lado. Entendí que le tomaba mucho esfuerzo. Mantener ese nicho de paz, de sosiego, permitir que otros se recuperasen.
- Volveré a mi soledad; yo también soy transitorio. Otros han venido, salen y vuelven a la sintonía de afuera.
Por primera vez, encontré tristeza en sus ojos. Quizás, antes me era imposible percibirla. Comprendí que hacían de él, un paño de agua caliente. Lo usaban y desechaban, compartían escasos momentos y regresaban a su cordura. Tan enferma, tan triste y vacía. Nuestro loco poblaba de música nuestras heridas, las sanaba. Nos brindaba los primeros auxilios, aunque lo lanzáramos a la basura como una venda usada.
Las notas fueron resquebrajándose en el aire, cuando quedaban un par, el retomó su faena. Advertí sus dedos temblorosos, esta vez, sus notas tenían fragancia. Me resultaban saladas, como si viniesen del mar. Entre frías y cálidas. Tenían aroma a nostalgia. A recuerdos agridulces.
Paseé la mirada por la plaza, por los árboles con sus hojas fulgurantes, por el sol que besaba la creación. Extendí mi mirada por las personas, los otros, que se hallaban en un paso frenético. Me llegaban sus voces como murmullos, como si mascullasen. Entendí la médula de la nueva melodía.
- Es por ellos. Parecen perdidos... -hice una pausa-, ¿me veía así también?
Asintió.
Me observé. Me sentía como la sobreviviente de un naufragio. Con mi ropa hecha jirones, con mi pensamiento aún turbado, con mis cabellos rebeldes, mis manos luchando por dejar de temblar. De repente, ya no me sentía tan vacía. Ahora, me sentía capaz. Aunque fuese una pesadilla, ahora podría nadar contra la corriente. Podría superarlo.
Escurrí mis cabellos.
- Gracias... -le susurré. De pie frente a él. Actué sin que mandase la razón; no por completo. Sentía mi cuerpo más ligero.
Había tanta paz, tanta cercanía entre nosotros que un susurro bastaba.
Alzó el rostro, sin palabras. Le abracé, fui retrocediendo de cara a él.
- Volveré...
El sonrió. Yo di media vuelta, tragué en seco y me sumergí en el huracán.
Esta vez, sabía que volvería... Regresaría a su encuentro.

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