sábado, 25 de marzo de 2017

Personas analgésicas

Estaba en el rincón más apartado del pueblo. Allí, donde la mayoría no miraba. Donde a los niños les prohibían jugar, un sector en que la realidad se reinventaba, se transfiguraba. Estiré mis piernas, mientras me dejaba invadir por el calor que expelía el termo. Estaba en El Reservorio. La gente hablaba del lugar, como se habla del amor. La verdad, aún no están claros sobre qué opinar, pero todos tienen algo que decir al respecto.
Exhalé, vaciando mis pulmones tanto como pude. Ese era mi hábitat. Convivíamos solo 27 especímenes. Bebí un largo sorbo de chocolate. De ellos 15 eran cachorros, los miré corretear como si tuviesen corriente en las venas en lugar de sangre. Otros 7 eran vejestorios, formaban nuestro consejo y tenían como misión proteger a los críos. Solo restábamos cinco.
El sonido de una campana retumbó entre las copas de los árboles. Los cachorros se detuvieron en seco. Volvieron la vista, como si fueran uno, a los ancianos que observaban sus travesuras. Cada vejestorio le hizo señas al grupo, que se dispersó con la diligencia y presteza que se esperaría dentro de un hormiguero.
Las risas, la alegría, la vivacidad en pleno apogeo se desgarró como una tela vieja. Estiré mis extremidades, así como mi cuello y mis dedos. Con una nueva exhalación, boté el aire, se terminó nuestro descanso. Me subí, sin esfuerzo, al alfeizar de la ventana. César y Vanessa habían tocado tierra ya, dejando sus casas de madera entre los árboles. Héctor y Selene estaban en horas extras. Pateé el balde de metal, abollado y marcado de óxido; el mío era el más deteriorado.
Saltó al vació, mientras yo hacía lo propio y me encaramaba en la caja de madera, que fungía de ascensor. Al bajarme, sentí en la nuca la mirada de los críos, estaban espiando con las puertas entrecerradas. Era innecesario voltearse, conocía sus expresiones. Las preguntas escondidas en sus ojos.
Llegué de última a la puerta; era un mal hábito.
César chasqueó la lengua, mientras Vanessa se encogió de hombros al verme. Vanessa estaba apenada.
- Parece que quieren matarte antes de tiempo -exclamó él, con el hastío en la voz.
Vanessa le propinó un pisotón. César enmudeció de dolor.
- Sabes que exagera... -dijo ella a manera de disculpa.
Desvié la mirada. Ambas estábamos conscientes de su "mentira piadosa". En El Reservorio, todos teníamos una vida útil. Éramos como una batería que se desgasta, como un pozo que se seca. Por eso, vivíamos aislados. Nacíamos y crecíamos allí, luego, nuestro hogar sería el basurero en que nos consumiríamos.
- Nos vemos al rato... -fue lo único que respondí. Empujé la puerta de metal, que chirrió con sus bisagras oxidadas y sus cinco metros de altura. El viento golpeó mi cara. Estremeció el aviso que rezaba "Peligro. Prohibido el paso" que se vislumbraba a un kilómetro de distancia.
La puerta se cerró con estrépito a mis espaldas. Solo salía una persona por vez. Incluso si El Reservorio se incendiase, solo se salvaría uno de nosotros; y tendríamos que elegir. El mundo pareció vibrar ante el estrépito.
- Es una alarma -anunció con ademán reflexivo la persona delante de mí.
Asentí. Adopté una actitud silente, mientras trenzaba mi largo cabello castaño. Avancé, sin mirarla.
Volqué mi atención en mi melena. mientras recordaba los trabajos de la semana. Apenas había probado bocado. Tuve fiebre que me llevó a delirar, seguida por una fuerte deshidratación. Reconocí su voz; era la quinta vez en el mes que me solicitaba.
Paré en seco.
Interpuso su brazo frente a mi cara. Suspiré, por eso, se me consumía la vida: tenía marcas delgadas y rojas a la altura de sus muñecas. Al principio, se me erizaba la piel. Mi cuerpo casi se retorcía ante esas imágenes y me llevaba días recuperar un poco de calma. Al principio.
Saqué mis dedos de entre mis cabellos. Pasé la yema de cada uno, sobre esas líneas carmesí, mientras mordía mis labios.
- Sangras -dijo ella.
Aborrecía pocas cosas. Una de esas excepciones, era el sabor y el olor a sangre. me provocaba repulsión, aunque entrase en contacto con ella frecuentemente. Era como un pez con una alergia crónica al agua.
Dejé caer las manos; y seguí de largo. Caminaba sin prisa, sintiendo el tiempo. Habría pocas personas en las calles; era una consulta privada. Desde hacía años, el sistema sufrió modificaciones. A la gente no le gusta revelar sus cicatrices en público, los hace demasiados humanos. Las decisiones arbitrarias que se tomaron en aquel entonces, repercutieron sin misericordia en nosotros. Perdí el equilibrio, empezaba a marearme.
Contuve un grito. Había hundido sus uñas en mi hombro izquierdo y, posteriormente, me haló hacía atrás.
- ¡¡Eres mi analgésico!! ¡No me ignores!
Fue relajando mis músculos. Me sentía como un rápido, que podría arrastrarla, si continuaba con sus arrebatos. Cerré los ojos por un largo minuto. Con control sobre mí; en un segundo había girado sobre mis talones, apartado su brazo de mí y barrido el suelo con mis pies. Empujando los suyos por detrás, hice que cayera sentada y muda. Reaccionó meramente a interponer sus brazos, intentado escudarse tras ellos.
- Es tu problema si me consideras humana o no. La verdad, a estas alturas poco me importa. Ser como ustedes que piden ayuda, solo como una excusa para maltratarnos -bramé. Acto seguido, me acuclillé y le sostuve la mirada-. Recuerda, que si no me consideras humana, puedo darte razones para ello.
Gimoteó. Masculló. Continuó así, mientras temblaba como una hoja.
Escuché aplausos a mis espaldas.
- Te dije que dejaras el capricho. Los analgésicos no son objetos; si ella te muerde, dejaré que se divierta.
Me incorporé, fastidiada. También reconocía la voz masculina. Era su hermano.
- Dejaste que lo hiciera de nuevo -lo sermoneé, cara a cara.
- Yo también duermo, ¿sabes? -se excusó. Restándole importancia.
- Me desquiciarán - masajeé mis sienes, con los ojos entrecerrados.
- ¡Alto allí! -exclamó con voz autoritaria. Ofelia intentaba sorprenderme por la espalda-. Suficiente de abusos, te quitaré lo que más quieres por tu infantilismo.
Volteé con curiosidad por primera vez.
- Quiero ver que lo hagas, hermanito -le retó Ofelia.
Él sonrió con malacia.
- Recuerda que tú lo quisiste, Ofelia.
Los observé en sus riñas habituales e inofensivas. Eran una buena distracción. Él me miró con ojos centelleantes, mi golpe de adrenalina era cosa del pasado. Eso explicaría porqué tardé en reaccionar, cuando él corrió hacía mí, me tomó por el brazo y me arrastró consigo.
- ¡¡Damián!! ¡¡Te odio!! -gritaba Ofelia que, en cuestión de segundos, parecía una hormiga en el horizonte.
Nos dejamos caer en la arena.
A pesar de nuestra condición física, estábamos agotados. Teníamos la respiración alterada tras cruzar a la carrera todo el pueblo.
- Te convertirás en su droga -exclamó sin atisbo de broma.
Observaba el cielo, sin responder. Al momento que la tiré por tierra, habían desaparecido las cicatrices en sus muñecas. Sin embargo, con Ofelia nunca podía descuidarme. No me daba un respiro.
- Está desarrollando una dependencia -hizo una pausa-, y lo sabes.
Asentí con pesar. Situaciones similares eran un riesgo del oficio, aunque no una constante. Algunas personas se autoflagelaban para "necesitar" de nosotros. Los vejestorios nos contaban de varios casos, antes de que tuviésemos edad para salir de El Reservorio. Los críos sabían que me estaba enfrentando a uno; el más grave de las últimas tres décadas. El panorama se volvía muy oscuro y, los riesgos, no se limitaban a los involucrados. Ni siquiera por ser los primeros en peligro.
- Lo hemos conversado antes, Damián -susurré, sintiéndome culpable. Me miró con empatía. Estaba al tanto de las posibles salidas; sin  ninguna opción segura. Era el único que me trataba como igual fuera de mi hábitat.
Se recostó sobre mi hombro. Allí tendidos sobre la arena, estuvimos un rato en silencio. Nos entendíamos sin palabras.
- Los salvavidas también pueden morir en medio del rescate -dije finalmente.
- Si lo haces, me dejarás a la deriva. Lo sabes -replicó con calma.
Ofelia tenía una mente delicada. Nos conocíamos desde hace años, sus consultas iniciaron como gestos inocentes. Sin embargo, hace tiempo que las circunstancias cambiaron. Ella se aisló por completo, dejando en su pequeño mundo espacio únicamente para su hermano Damián y para mí. Incluso desterró de su vida a sus padres, buscaba excusas constantemente. Inventaba fallas inexistentes y ponía estándares inhumanos sobre ellos; para justificar que fallasen. Torturaba a todos a su alrededor, en una conducta autodestructiva que la consumía.
Tenía seis meses autoflagelándose para justificar la necesidad de un analgésico. César, Vanessa, Héctor y Selene intentaron sustituirme en reiteradas ocasiones. Sin embargo, sus arrebatos se volvían más violentos. Actuaba como posesa e intentó arremeter contra ellos. Si la atajaban, apuntaba a un blanco más seguro: sí misma.
El consejo me ordenó antenderlos a ambos; Ofelia era una bomba de tiempo que podría destruir también a Damián. Ofelia tenía lapsos de cordura. Como un enfermo que entiende que su hora está cerca, y se recupera brindando falsas esperanzas.
Me fue imposible reaccionar. Apenas aparté el rostro de Damián; vomité.
- Estás frágil -se lamentó, visiblemente preocupado.
No respondí.
Ahora Damián parecía una bestia enjaulada; inquieto, incómodo. Antes trató de que abandonase El Reservorio. Fue él quien advirtió que su hermana cambiaba, que ya no quería caminar por su cuenta. Ella quería que otro librase sus batallas, que le facilitase la vida, como un ave que regurgita su comida para alimentar a sus crías. Y escogió, deliberadamente, ese papel para mí.
Él era más consciente.
Sin amilanarse por lo cruda de la verdad, aceptó que su hermana era un peligro para otros y para sí misma. Buscó en mí, las respuestas que nadie en el pueblo podía darle; porque nunca se interesaron por conocer. Entonces entendió, con pesar, que los analgésicos curamos a los otros: a un alto costo. Sentir en carne propia los dolores ajenos. Bajé el rostro, las lágrimas resbalaban por mi rostro.
Fue como si el sol me abrazara. Se fue derritiendo el dolor, las pesadillas ajenas que albergaba en mi alma, aquel mar de sufrimiento fue evaporándose. Me abandoné en sus brazos, la carga había comprimido mi cuerpo bajo su peso. Al vaciar de aire mis pulmones, me sentía más ligera. Casi ingrávida.
- Ha sido demasiado... -susurró él a mi oído. Mientras se hacía un abrigo para mí.
- ¡¿¡¿Qué crees que haces?!?! - Ofelia gritó a escasos metros de nosotros.
No nos apartamos. Permanecimos inmóviles: a consciencia.
Corrió hacia nosotros, sacó una navaja manchada de sangre de entre sus ropas y la alzó hacia nosotros. Halé a Damián, quedaría al ras de la arena. Mientras pasaba debajo de su brazo, me incorporaba y me interponía entre ambos; en un parpadeo.
Vomité sangre. Perdí el equilibrio, ya no podía coordinar. Caía de espaldas. Ofelia me había asestado un golpe muy cerca del corazón. Damián me observaba con los ojos desorbitados. Mi cabello se había soltado y yo me derrumbé entre ambos.
Él soltó un alarido y se tiró junto a mí. Me llamaba, gritaba presa del pánico. Me sentía desvanecer, mientras él se aferraba a mí.
Escuchaba a Ofelia, distante, gimoteando y disculpándose. La navaja clavada en mi pecho, me impedía verla por completo. Explicaba que no me apuntaba a mí, que no era su intención; que fue mi culpa por interponerme. Se me nubló la vista. Me sentí muy cansada, sentía que tenía años sin dormir.
A duras penas percibí un revuelo alrededor. Voces. Voces familiares, voces urgidas que hablaban con autoridad. Me perdí. En un instante, era parte de la noche.
- No te... perderemos... -un sonido llegaba a mí, como si estuviese a años luz. A veces nítido, a veces distorsionado-, no puedes dejarnos así.
Ningún sonido. Ninguna emoción. Ningún olor. Un vació absoluto.
Entonces, se erigió como un recordatorio. Aborrecía aquel silencio. La muerte se cernía sobre mí, era el silencio más atroz y penetrante. Quise escapar. Me desesperé. Humana o analgésico, medicina o droga, quería surgir. Quería ver el sol de nuevo. Recordé a los míos, mi pequeña comunidad exiliada y buscada, repudiada y necesitada. Siendo herida, y siendo cura. Quería desgarrar a la oscuridad. Quería herirla y romperla, como al silencio.
Personas analgésicas
Sentí una fuga.
Sentía que me vaciaba. Era una sensación refrescante, una música zumbaba en mis oídos. Supe que estaba llegando a la orilla. No cruzaría ese mar. Con un esfuerzo que requirió todo de mí: abrí los ojos. Respiré.
Algo cálido cayó sobre mi cara. Tras varios parpadeos, mi vista se aclaró gradualmente. Era Damián que lloraba abrazándome. Estábamos rodeados. Vanessa, César, Selene y Héctor estaban apostados junto a nosotros. Habían sido mi analgésico. Crearon una fuga para mi muerte. Mi fin se diluyó, se filtró hasta alejarse lentamente.
Allí, nació una época para nosotros: los analgésicos. Nació a la par con una leyenda. Sin intentarlo, sin intención alguna, se demostró que los humanos podían ser un peligro para sí mismos y para nosotros. Se derrumbó con estrépito su teoría de que éramos bestias amaestradas, pero con un instinto salvaje. Para alzarse la verdad, éramos el muro de contención de sus más bajos, infames y egoístas deseos. Éramos el filtro que podría restaurar un poco de su paz, absorbiendo sus heridas.
Ofelia abrió los ojos y, con ella, su gente.
Dejamos de ser objetos. En la frontera que me resistí a cruzar, quedó la mentalidad del descarte.

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